Esta semana dos hechos pusieron en primera plana a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN): el ingreso de Suecia, que rompió una tradición de 200 años de neutralidad; y la declaración del presidente francés, Emmanuel Macron, sobre la necesidad de que la Organización intervenga en apoyo de Ucrania, que generó una acalorada respuesta rusa.
La OTAN se originó luego de la II Guerra Mundial como respuesta a la posibilidad de que Alemania organizara un nuevo conflicto bélico y a la expansión del bloque comunista encabezado por la URSS, la armada más poderosa del devastado continente en ese momento.
Sus antecedentes fueron el Tratado de Dunkerque, firmado entre Francia y Gran Bretaña en 1947, seguido por el Tratado de Bruselas, que además de los miembros originales incluyó a Bélgica, Luxemburgo y Países Bajos. El propósito era brindarse apoyo mutuo en caso de invasión extranjera, pero dadas las condiciones en que se encontraban luego de la guerra, negociaron con Estados Unidos, que incluyó a Canadá, para que se convirtiera en su protector.
Es así como el Tratado de Washington (1949), dio paso a la OTAN, con doce integrantes orginales, a los dos lados del Atlántico. A los siete ya nombrados se unieron Portugal, Italia, Dinamarca, Noruega e Islandia, tomando como base la Carta de Naciones Unidas sobre el derecho de defensa –individual o colectiva– en caso de ataque armado y en consideración a la posición estratégica de cada país.
En realidad, la OTAN fue solo la parte militar de una estrategia más amplia, encabezada por los Estados Unidos, que puso en ejecución el “European Recovery Program”, popularmente conocido como Plan Marshall, con una inversión de 13.000 millones de dólares en la reconstrucción de Europa, que convirtió a la nación norteamericana en la principal potencia del mundo, en confrontación directa con la URSS, y dio paso a la Guerra Fría, enfrentamiento que nunca se realizó de forma directa sino a través de terceros países.