Alfredo Vera, uno de los más cáusticos ex funcionarios de este Gobierno y de la “partidocracia”, se queja del odio que destilan los comentarios por twitter contra el Gobierno. Y no le falta razón: aparte de una buena dosis de humor, también hay mucho de lo otro, de lado y lado, y en todas las vías por las que ejercemos las opiniones diarias.
Desde hace unos años vivimos polarizados, de espaldas los unos a los otros, incapaces de discrepar con argumentos racionales y listos para insultar. Otros, simplemente, prefieren no opinar o, mejor todavía, no pensar.
Comodidad, indolencia, miedo, son algunas de las razones que se esgrimen cuando se escarba en esa conducta atípica en un país que estaba acostumbrado a decir sus razones a viva voz y hasta en las calles, una de las maneras más expeditas -aunque no la más democrática- de zanjar los problemas institucionales.
Hoy vivimos en torno a paradigmas ideológicos que tienen la ventaja de evitarnos pensar pese a ser tan contradictorios. Por un lado, se reconoce el derecho a la rebelión pero, por otro, se persigue a la dirigencia de los movimientos sociales bajo la acusación de sabotaje y terrorismo, se apresa a los ciudadanos “malcriados” y se amenaza a los “cabreados”.
Se proclama y se reclama la libertad de expresión, pero al tiempo que se la ejerce desde el poder con insultos y amedrentamientos, se defiende la honra “personal” del Presidente con procesos penales multimillonarios.
Se intenta, a través del sistema educativo, ideologizar, cuando el verdadero objetivo debiera ser que los futuros ciudadanos aprendan a pensar, para resolver con creatividad los retos de la vida. El discurso ideológico solo sirve para justificar las razones de por qué no podemos y por qué hay que odiar a los otros.
A partir de la intolerancia al disenso, no solo que no avanzan las ideas, sino que no progresa el concepto de ciudadanía. No hay una conciencia más crítica, más participativa; la gente sigue esperando el milagro. Y esa es otra paradoja, porque hasta hace pocos años parecía que se estaban gestando cambios sociales por fuera de los partidos políticos, que se vaciaron de cualquier otro contenido que no fuera el poder, al igual que sucede hoy con el movimiento gobernante.
Ahora la “ciudadanía” está cooptada y solo sirve si es funcional al interés de captar más poder. Lo indígena se volvió un pretexto, una respuesta política, como se puede ver en el nombramiento de Ricardo Ulcuango como embajador en Bolivia, cuando se lo debiera poner al frente de la Cancillería o enviarlo a una embajada no “étnica”.
Planteada desde el poder una lucha al todo o nada, es difícil cambiar. Y de hecho no estamos cambiando. La sociedad no ha progresado, y ni siquiera el “proyecto” avanza. Se puede dividir y reinar, o vencer temporalmente, pero ninguna sociedad puede construirse sobre la dádiva, la revancha y la falta de debate de ideas.