La nueva Constitución consagra derechos como el de la resistencia y reconoce nociones como la plurinacionalidad. Son principios que buscan proteger a las minorías de los atropellos, a veces no intencionados, que sufren de parte de esas hordas insensatas en las que se convierten tantas mayorías.
Todos aplaudieron la inclusión de aquellas nociones de equidad y de respeto hacia lo diferente. Quienes más lo hicieron fueron, por supuesto, los militantes de la ‘revolución ciudadana’, que vieron a la Carta Magna de Montecristi como un evangelio que anunciaría las nuevas verdades de la política, la sociedad y la economía del país.
Pero esos mismos militantes que saludaron con tanto fervor aquellas reglas constitucionales en defensa de las minorías no se dieron cuenta -o no quisieron darse cuenta- que, para hacer aquello, el Gobierno tenía necesaria y obligatoriamente que renunciar a la regla de la mayoría (esa que dice que quien tiene la mitad más uno de los votos se lleva todo).
Es imposible defender los derechos de las minorías utilizando como forma preeminente de gobierno una lógica plebiscitaria. El mismo hecho de otorgar derechos a personas en desventaja numérica equivale a reconocer las limitaciones de un sistema que solo se guíe por lo que diga la mitad más uno.
No ha sido sino hasta ahora, con la decisión unilateral del Ejecutivo de explotar el Yasuní, que se ha puesto en evidencia este divorcio entre el discurso y la práctica gubernamentales: se habla, por un lado, de respeto a la diversidad étnica y cultural del país pero, a renglón seguido, se toman decisiones basadas en las necesidades y preferencias de la mayoría; una mayoría que, como cualquier otra, busca estandarizar y homogeneizar a los demás.
El Ejecutivo ha dicho que hay que explotar el Yasuní para usar el dinero que produzca en salud, educación e infraestructura. Este argumento es válido a la luz de una filosofía pragmática -la que fuera fundada por John Dewey, que dice que bien es aquello que sirve a la mayoría de la gente- pero resulta criticable si se lo mira bajo la óptica reivindicadora de derechos que tanto ha aupado este Gobierno, Estas contradicciones flagrantes entre el discurso político oficial y sus decisiones finales perjudican a la democracia ecuatoriana. Provocan, sobre todo, escepticismo y decepción entre las generaciones jóvenes que han sido las defensoras más entusiastas de la diversidad y del medioambiente.
Este desencanto puede, más tarde, impedir que se consolide la democracia ecuatoriana y que sigamos, como ahora, dando tumbos políticos y económicos, siendo presa de alguna nueva retórica que suene bien pero que en el terreno de los hechos produzca los mismos resultados de siempre.