Contemplamos estupefactos actos vergonzosos: legisladores que ostentan glosas y sentencias como trofeos, que cobran el 10% de las remuneraciones a sus colaboradores y viven obsesionados en orquestar el perdón y el olvido a las acciones dolosas de sus compañeros y de su líder, una mayoría legislativa que concede amnistías a terroristas y a acusados de delitos comunes, que no elabora leyes, ni fiscaliza, ni hace patria, mientras las autoridades de la Asamblea, sin ningún escrúpulo, usan pillerías cuando perciben un resultado negativo al que esperaban en una votación. El parlamento conspirador se halla empeñado en enjuiciar al ministro Carrillo, por haber defendido a Quito del feroz ataque de las hordas inconscientes a cuyos dirigentes amnistiaron irresponsablemente.
El Ecuador clama por terminar con la inseguridad jurídica y con los cientos de jueces comprometidos con las mafias y la delincuencia, que castigan a un policía cumplidor de sus funciones, con la privación de libertad por 13 años, al mismo tiempo que liberan a asesinos y a traficantes de drogas.
El Código de la Democracia, la Ley de Partidos y la Ley Electoral, han permitido la existencia de 250 movimientos y de 15 partidos y la nominación de un exagerado número de candidatos que segmentan la votación y dan oportunidad para que mayorías caudillistas capten el poder con individuos improvisados: futbolistas, personajes de farándula, narcotraficantes, estafadores y los transformen en asambleístas que, salvo raras excepciones, están incapacitados para cumplir las trascendentes funciones e inclusive pronunciar discursos coherentes, aunque los tengan escritos por sus amigos.
Vivimos inmersos en un medio de moral decadente que ha rodeado a nuestra juventud en los últimos quince años y ha influido en ellos, de tal manera que, si no emprendemos una campaña ética de recuperación urgente, estaremos perennizando el desorden, la trampa, lamentira y la deshonestidad como características de una sociedad fallida y oprobiosa.