En las últimas semanas el nombre de Boaventura de Sousa Santos ha adquirido alguna popularidad en círculos no académicos ecuatorianos, a raíz de su llamado público a los gobiernos de Brasil, Ecuador, Venezuela y Argentina (por los que declara simpatía), para que detengan sus iniciativas de reforma a la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, algo que en su opinión debilitaría al sistema de protección regional de derechos humanos, al limitar su independencia, así como su capacidad para dictar medidas cautelares.
Sousa acusa a estos gobiernos de “ceguera de corto plazo” y parece resignado a que no se den cambios en esa posición porque termina su carta con un llamado a “los activistas de derechos humanos y a todos los ciudadanos preocupados con el futuro de la democracia en el continente a detener este proceso”.
La influencia del académico portugués en el pensamiento de la izquierda es trascendente, sus propuestas han servido de sustento, entre otros, a los defensores del pluralismo jurídico, la plurinacionalidad, la “globalización contrahegemónica” y los derechos de la naturaleza. Muchas de estas ideas fueron recogidas en Montecristi, proceso al que considera parte del nuevo “constitucionalismo transformador” latinoamericano.
La Constitución del 2008 -dice Sousa- es un texto jurídico producto de una amplia movilización social que ha diseñado un Estado en el que coexisten la nación étnico-cultural, donde se ha roto el modelo “monolítico estatal” al establecer “autonomías infraestatales” que promueven –dice- procesos de “democratización abierta”.
Se puede no estar de acuerdo con estas ideas, empero es indiscutible la distancia actual entre este discurso, el diseño institucional y la acción política. Tenemos un modelo hiperpresidencialista que, además de permitir una peligrosa acumulación de poder, promueve un claro centralismo. En la práctica existe una gran presión contra quienes ejercen de manera crítica libertades básicas como la de expresión, todo en un contexto de peligrosa personalización de la política, incompatible con las ideas de democracia abierta.
Las críticas a la CIDH parecen dirigidas a debilitar una entidad que podría ser clave al enfrentar actuaciones estatales que amenazan derechos. Este sistema ha sido, sin negar sus errores, una piedra en el zapato de dictaduras, regímenes autoritarios y gobiernos que han cometido, permitido o tolerado violaciones a los derechos humanos. Hay pocas evidencias de que esta posición cambie, por ello es indispensable promover un debate sobre el alcance de reforma y buscar el verdadero fortalecimiento del sistema de derechos como parte de la defensa de una verdadera sociedad democrática.