Marco Antonio Rodríguez
Cultura bajo cero (I)
“La cultura no es una actividad del tiempo libre; es lo que nos hace libres todo el tiempo”.
Benjamín Carrión, uno de los grandes polígrafos del siglo XX, fundó la Casa de la Cultura Ecuatoriana. Al fondo de toda obra magna –y la de la Casa lo fue–, deben estar los antecedentes sin los cuales no hubiera sido posible su creación. En los años 20 y 30 se originó un debate entre dos formas de entender la historia: una fundida en una raíz nacional-popular (el realismo literario y visual revelando el mundo del indígena y el montuvio) y otra represada en ideaciones tradicionales.
Una sensación de derrota corrió en nuestro país por la firma de la paz después de la guerra del 41 contra Perú. Carrión respondió instaurando la Casa de la Cultura. Escenario de vehemencia creadora, alentó la reedición de los clásicos y difundió, a la par, lo nuevo; develó y animó la cultura popular; incentivó las ciencias y las artes, la historia y el pensamiento; en suma, movilizó una vigorosa cruzada por la cultura.
“Gran señor de la nación pequeña”, describió Jorge Enrique Adoum a Benjamín; visionario y antidogmático, convocaba en una misma mesa a Joaquín Gallegos Lara y Enrique Gil Gilbert, ambos militantes comunistas, y a Jacinto Jijón y Caamaño y Aurelio Espinosa Pólit, notables representantes del conservadurismo.
La Casa de la Cultura ha resistido períodos ominosos. Presidida a veces por expertos en ocultar embustes y rapacerías, ha resistido toda clase de embates.
“Vivimos la era del digitalismo, dice Giorgio Agamben, imposible ahora hablar de cultura sino de culturas, tiempo de reconocer el fin de los absolutismos”. Urge el pluralismo, no un concepto universal, sino una razón contingente y hasta aleatoria, que opere franqueando el ahora y el aquí de las realidades.
Sin embargo, llamar Casa de las Culturas, y clausurarla como si fuera una secta monástica, solo adensa el nefasto silencio que identifica a la otrora institución “rectora de la cultura nacional”.