Cuando esto escribo se encuentra en pleno desarrollo la sesión del Concejo que debe tomar una decisión sobre los pedidos de destitución del alcalde que han sido tramitados durante las últimas semanas. Independientemente del resultado de este proceso, me parece que el hecho mismo de que se haya llegado a este punto merece una reflexión.
Tal como se plantean actualmente los problemas de la ciudad y del país, parecería que el buen gobierno es aquel que no roba y “hace obra”. El buen gobierno se confunde entonces con la buena administración. Claro que administrar bien es un requisito ineludible para hacer un buen gobierno, pero no es suficiente para lograrlo. Hacer un buen gobierno es también crear las condiciones para que la sociedad en su conjunto alcance un buen nivel de coherencia en las relaciones que se establecen en su seno. En una ciudad bien gobernada (y lo mismo se puede decir de un país), cada individuo debe ser capaz de mirar a los demás como sus conciudadanos y no como sus extraños, y menos aun como sus enemigos. Es preciso, por lo tanto, que todos, sea cual sea nuestra posición en el conjunto, seamos capaces de pensarnos a nosotros mismos como partes de un conglomerado cuyos fines envuelven y superan los fines de la vida individual.
Entre todos los males que han sobrevenido en la vida quiteña, el más grave ha sido justamente la pérdida paulatina de ese sentido de comunidad y pertenencia. Inmersos en un proceso de crecimiento caótico, los quiteños y los recién venidos hemos sido empujados a crear al interior de la ciudad una cantidad indeterminada de micro sociedades, cada una de las cuales ha empezado a ver a las demás con recelo, cuando no animadversión. Se ha atomizado la conciencia ciudadana. La rivalidad ha sustituido a la solidaridad.
No quiero decir que este fenómeno sea de exclusiva responsabilidad del Concejo capitalino y de quienes lo han encabezado en los últimos tiempos; pero sería efecto de una perniciosa ceguera el no ver que el gobierno municipal tiene también buena parte de la responsabilidad. Se ha creído equivocadamente que bastaba “hacer obra” –una obra que con frecuencia se ha reducido a trabajos aislados que nunca llegaron a colmar las crecientes necesidades, porque ha faltado, justamente, una concepción global de la ciudad. Se creyó que la ciudad es un conjunto de calles, casas, plazas y monumentos. No se entendió que una ciudad es ante todo una comunidad de vida.
No sé cuál será el resultado de la sesión que el Concejo está celebrando ahora mismo. Hay que desear que, si existe algo que deba ser castigado, el Concejo lo castigue; pero sobre todo hay que desear que esta inédita experiencia sirva para hacer un alto y entender que es necesario recuperar la idea de ciudad. Quito no podrá ser nuevamente la ciudad amable de otros tiempos; pero a tono con su desmesurado crecimiento, debe recuperar el espíritu de una comunidad de muchos rostros, pero un solo corazón.