Susan Sontag (1966) sostenía que las obras de arte no requieren de interpretación. Interpretarlas supondría que en ellas existe un contenido oculto que debería ser descifrado. Sontag propuso una “erótica del arte”; esto es, establecer con la obra artística una relación más sensual que intelectual. No obstante, es legítimo afirmar que el deleite que provoca una obra de arte nos induce a interrogarnos ¿qué hay en ella que en nosotros despierta esa placentera sensación en la que, por igual, participan el alma y los sentidos? Soy de los que piensan que en toda forma de arte hay un significado implícito, un conocimiento que enriquece la experiencia que guardamos del mundo.
Hans-Georg Gadamer (1975) propuso, en cambio, que los procesos hermenéuticos del arte y de la literatura son parte de la Historia del pensamiento estético y no deberían ser excluidos. La relación con la obra artística no se reduce al placer estético; la experiencia que surge de ese contacto nos conduce a un estado de conocimiento, a una forma de verdad.
Desde hace unos años conozco la obra pictórica de mi amiga Carole Lindberg. Aparte de los elementos formales que utiliza en su pintura, del impecable discurrir de la línea del dibujo, de su dominio del color y de la representación de la figura humana, la pintura de Lindberg me ha conmocionado siempre ya por la singularidad de su arte, ese estilo suyo tan personal y convincente, ya por la sugerencia onírica y mitológica del mundo que evoca. La primera impresión que produce su pintura es la de ser una compleja red de sentidos, lo que equivale a decir que se la puede entender como un entramado de significados. Ello nos lleva a observar que los elementos formales y técnicos que ostenta, así como los contenidos explícitos y anecdóticos que se despliegan en ella, nos inducen a adentrarnos en un particular universo simbólico. En sus cuadros, la realidad se halla fuertemente perturbada. Detrás de cada trazo vibra un sentimiento, un secreto pasado que pugna por expresarse tras los jeroglíficos de la forma y el color.
Lindberg está más cerca del Bosco que de Magritte; del Bosco, el pintor del siglo XV. Y es aquí, en este aspecto, que Lindberg encuentra su propio camino. Las aventuras del arte de siglo XX gravitan en su obra. Muchas lecciones aprendidas y muchas experiencias maceradas. Si podemos hablar de surrealismo, el suyo es un surrealismo inquietante que ahonda en interioridades, que nos enfrenta con nuestros propios demonios, un arte que, por un lado es ceremonia de exorcismo, perturbación, desasosiego, conmoción y rebato, y por otra, es liberación y catarsis. En síntesis, la pintura de Carole Lindberg es un estallido de experiencias cruzadas: erótica de la emoción por un lado y por otro, una silenciosa reflexión de nuestra lacerada condición humana.