En el mundo de los sentimientos, la “vergüenza” juega un papel determinante respecto de las realizaciones del ser humano frente a los demás. El alcance del término que nos interesa, dice relación con aquel estremecimiento que el hombre experimenta al apreciar que su conducta despierta cuestionamiento y repudio por parte de la sociedad. Para el sicoanálisis, la vergüenza cobra significado el momento en que se es juzgado por terceros; mientras permanece en la intimidad del individuo podemos afirmar que es intrascendente a propósitos sicosociales. En la sociología, la vergüenza conforma un límite moral que como tal se encuentra enlazado a la escala de valores del individuo.
Para G. Simmel, filósofo y sociólogo alemán de fines del siglo XIX y principios del XX, la vergüenza es una máscara tras la cual el sujeto esconde ciertos actos, escondite que se esfuma cuando actúa protegido tácita o expresamente por la masa. Éste afirma que los actos de las multitudes se caracterizan por su desvergüenza, siendo que el “individuo de una masa es capaz de hacer mil cosas que si le propusieran en la soledad levantarían en él indomables resistencias”. Bajo estas consideraciones, es evidente el crucial rol que le compete a la “masa” como filtro de los deshonestos. Las sociedades que dejan de desenmascarar a los atrevidos más temprano que tarde corren el riesgo de convertirse en encubridores y cómplices de la desvergüenza.
La sociedad tiene la inexcusable obligación de revelar y hacer público todo acto de desvergüenza, que al margen de cualquier otra manifestación es sinónimo de “asco moral”. En su obra Asco, Soberbia y Odio, el filósofo húngaro A. Kolnai hace cita del engaño, la mentira y la “moral blanda” – que no solo es ética sino también espiritual – como expansiones del asco moral. En cuanto al engaño y la mentira, su gravedad viene dada por la intención dolosa de violentar a la fe y confianza públicas. La moral blanda para el húngaro genera una “vida licuefacta”, que S. A. Kierkegaard, aquel sabio teólogo danés, la conceptúa como “carácter mediocre”.
En el campo de la deontología, la vergüenza como exteriorización de un “pesar” demanda tomar conciencia de lo cuestionable del acto que la genera. El hombre intrínsecamente inmoral, por lo general, es incapaz de sentir vergüenza pues acomoda la perversidad de su conducta a una pestilente escala de contra-valores. En tal sentido, el desvergonzado lejos de sentir culpa o bochorno puede incluso abrigar cierta jactancia, lo cual conforma un nuevo atentado siendo que tal vanidad y petulancia implica un insulto a la inteligencia de la sociedad que atestigua la diligencia del obsceno.
Cuando la corrupción toma cuerpo social, los contra-valores pasan a distorsionar las normas. Los desvergonzados arriban al convencimiento de que “sus” actos miserables serán absorbidos por la sociedad como meras manifestaciones de defensa propia. ¿Puede concebirse algo más repugnante?