Al amigo que se fue

El tiempo, querido amigo, ya no cuenta para ti. Pasado y presente se han fundido en una sola esencia, la tuya, que hoy viaja en libertad mientras nosotros seguimos atados a esas manecillas que dan vueltas de modo frenético, hasta que, en algún punto, de pronto, se detendrán también cuando llegue el tan temido final.

Tan solo han transcurrido unos días desde que nos enteramos de tu partida. Para los que te conocimos todo fue en ese momento una mezcla de dolor, incredulidad y el desasosiego e impotencia que provoca la muerte. A ti te sonará irrelevante esta referencia al calendario, a los minutos o a las horas que separan tu tiempo del nuestro, pero acá todo seguirá igual hasta que alguien más se una a esa caravana en la que, imagino, has irrumpido con tu voz ronca, con tus gritos graciosos, con tus estruendosas carcajadas y con tu simpatía natural.

Nos conocimos en las aulas universitarias hace treinta y dos años. En esos tiempos los liguistas éramos la presa preferida para las burlas y cargadas de los hinchas de otros equipos. La última vez que habíamos sido campeones ni tú ni yo lo recordábamos bien. En los patios de la antigua facultad de derecho o en el bar de la Berti nos ensalzábamos en eternas discusiones que casi siempre perdíamos por la fuerza demoledora de los resultados, hasta que llegó aquel diciembre de 1990, y todo cambió…

Nuestra amistad se afianzó justamente en esos tiempos alrededor del fanatismo por Liga, que ascendió de forma vertiginosa. Entonces nos convertimos en los jodedores y ya no en los eternos jodidos. Y eso que todavía no ganábamos mayor cosa, pero ya nos habíamos envalentonado y no nos detuvo nadie hasta alcanzar las copas internacionales.

Hablamos muchas veces después de esos tiempos que, sin duda, han sido los más felices en nuestra vida de fanáticos. Un día, tras un partido en el que perdimos, nos encontramos como todos los domingos camino al estacionamiento. Me sorprendió que todavía te quedaran ganas de reírte a pesar de que nos habían bailado, y entre pitada y pitada de tu infaltable cigarrillo, acariciando las cuatro estrellas doradas del escudo, dijiste: “pana, después de esto he aprendido a no amargarme tanto…”. Y, era cierto, de algún modo nos habíamos curtido y ya no sufríamos “tanto” con nuestro equipo, aunque quizás también empezaban a ser cosas de la edad, ¿si o no?

El domingo, apenas unas horas después de esta triste noticia, jugamos de visitantes. Fue muy extraño saber que tú, quizás por primera vez desde que tenías uso de razón, no estabas allí pegado a la televisión o a la radio, o alentando desde las gradas. Hace unos días volvimos a nuestra cancha, y allí el vacío y la nostalgia fueron evidentes… Solo te digo que aquellas ovaciones cerradas, aquellos cantos en los que se confundió tu nombre con el del equipo, y aquel silencio inmenso que a momentos se apoderaba de nuestro estadio, eran tuyos, Iván Racines, amigo querido.