Una de las historias privadas que surgen de la lectura de “La peste”, la novela de Albert Camus, es la de Rambert, un periodista al que la epidemia le obliga a permanecer en la ciudad apestada sin posibilidad de salir. Un día, Rambert tiene la oportunidad de escapar, ir al encuentro de su amante, la felicidad que afuera lo espera. Él prefirió quedarse y luchar contra el mal ayudando a salvar vidas. Rambert es ese heroico personaje que deja a un lado el interés propio, renuncia a la felicidad, se conduele con los que sufren y porque, como él dice, “me da vergüenza ser feliz yo solo”.
Sentirse colmado y dichoso cuando la comunidad a la que se pertenece sufre escasez e infortunio puede, en algunos, suscitar cierta vergüenza. Para Camus es la vergüenza de un hombre honorable y solidario. Si la más alta aspiración individual es la felicidad, sacrificarla en nombre de una felicidad común es reconocer que el ser humano puede aspirar a un amor universal. Éticamente hablando no se podría ser feliz en solitario cuando crece la desdicha entre aquellos que nos rodean. Renunciar a la felicidad propia por la de los demás es volver a encontrar esa misma felicidad transfigurada por la solidaridad.
Las grandes penalidades colectivas como las pestes, los sismos o las guerras permiten medir a los hombres según reaccionan frente a ellas. Hay dos posibilidades: la de aquellos que se aprovechan de la desgracia colectiva para lucrar del dolor del prójimo y la de aquellos que construyen su grandeza luchando contra el mal.
La felicidad es ese estado de plenitud emotiva que sentimos cuando nuestra vida ha llegado a la realización de sus más íntimos deseos, cuando la energía vital que experimentamos se relaciona armoniosamente con el mundo y con nosotros mismos. La felicidad de uno implicará siempre la felicidad de otro; es comunicativa, supera el egoísmo. No se puede ser realmente feliz cuando en la búsqueda egoísta de ella provoco la desdicha de seres inocentes próximos a mi persona. En un entorno azotado por el sufrimiento remuerde la conciencia el ser feliz uno solo. En soledad o en comunión con los demás, cada uno debe luchar por una dicha compartida y, en este combate, encontrar una razón para vivir. En el hombre lo que vale no son tanto sus ideas sino sus sentimientos. Desde el momento en que el hombre se separa del amor se convierte en una idea, y con frecuencia, en una idea mortífera.
Para aquellos que se resisten a creer que el hombre es una criatura necesitada que busca proyectarse hacia lo divino, les queda luchar contra el mal haciendo todo lo posible dentro de los límites permitidos por la naturaleza; luchar sabiendo que el sufrimiento jamás desaparecerá, que es parte de la precaria condición humana. Nada hay en el hombre que le permita escapar a su destino mortal.