Cuando el parlamento aún conservaba el respetable nombre de “Congreso Nacional” (y no el trivial de “Asamblea” como el que ahora ostenta), era común referirse a los legisladores con el título de “honorables”. En la tradición liberal y republicana, el hecho de que un ciudadano accediese a la tribuna parlamentaria significaba que poseía virtudes y capacidades que lo hacían digno de tan alta representación. Había excepciones, desde luego; oportunistas sin credenciales que llegaban formando parte de la mesnada de algún cacique de provincia. Los partidos políticos eran conscientes de su responsabilidad al nominar a los aspirantes al Congreso Nacional. Se escogía, por lo general, a prestigiosos ciudadanos, personas honestas, conocedoras del derecho. Por ética pública, al parlamento debe ir la élite de la sociedad, los mejores, aquellos que intelectual y moralmente están preparados para dictar las normas que rigen la vida de un país y juzgar al poder político.
Lejos de este ideal, la actual Asamblea legislativa presenta un panorama deprimente. La misma idoneidad de sus miembros muestra una notable heterogeneidad en lo que se refiere a su preparación para los retos que plantea una buena tarea legislativa. Según El Comercio (15-5-17), un 25% de los actuales asambleístas carecen de estudios académicos. Si para conducir un bus se exige una licencia profesional de manejo de automotores, para elaborar las leyes de un país (yo diría: el sumun del saber) no se necesita sino presentar la cédula de identidad. ¡Qué paradoja! Quien defiende que, para el caso, nada más es necesario está justificando la incompetencia para ejercer una de las funciones más importantes del Estado. El resultado está a la vista.
Otro motivo de desprestigio ha caído hoy a la Asamblea: el cobro de diezmos que no pocos asambleístas realizan a sus asesores. Esto tiene un nombre: robar el salario de un subalterno. Un espíritu de cuerpo para encubrir culpas propias y ajenas sería inadmisible en una institución llamada a ser ejemplo de honestidad y decencia. Condenar la corrupción de los otros y justificar la suya propia es cinismo. Si la Asamblea quiere ganarse un buen nombre, esta sería su oportunidad: sancionar y expulsar de su seno a los indignos.
La honestidad es un valor moral que lamentablemente ha perdido vigencia entre nosotros. Ser honesto es una forma de garantizar la verdad y la transparencia de las acciones. Ello supone una concordancia entre lo que se predica y lo que se hace. La práctica política ha olvidado la decencia, la conducta digna y respetuosa frente a los ciudadanos, ante el país y la propia conciencia. Los valores éticos que inspiraron a nuestros antepasados hoy parecen olvidados. La viveza criolla es alabada en tanto que la honestidad es mal vista. Y después de todo, hay quienes se quejan de la mala reputación que se han ganado.