Lo bueno, lo malo, lo feo

Lo bueno: la mayor y decidida presencia del Estado para intentar corregir desigualdades y para aplicar medidas sociales de largo plazo, la concienciación de que la injusticia social y la marginación son antídotos contra cualquier proyecto republicano que se precie, el aumento y la preponderancia de mujeres y de jóvenes en importantes puestos de la administración pública, por supuesto y con aplausos: la píldora del día después, el dinamismo y la casi siempre rápida decisión en las políticas, la construcción de infraestructura con algo de perspectiva, la disidencia con muchas ideas viejas, el afianzamiento de los procesos gubernamentales, el liderazgo electrizante, algunos intentos de crear integración regional (aunque con bemoles políticos), la antes criticada estabilidad (aunque derivada de los miedos).

Lo malo: una sociedad aletargada por las vitrinas de los centros comerciales (por las escaleras eléctricas, por los cajeros automáticos que hablan) por los electrodomésticos de todo orden, por los automóviles y los caballos como símbolo de progreso y de prestigio social, que nada a placer dentro de una burbuja de viscoso petróleo -a pesar de que nos vendieron una economía pospetrolera, vaya publicidad engañosa-, que identifica a la construcción de carreteras con la edificación de un verdadero régimen democrático, que conversa sobre el clima y sobre el tráfico mientras las telarañas se apoderan de las librerías, que mira para otro lado mientras el sistema interamericano de derechos humanos se agrieta, que celebra los excesos y las amenazas del poder como si la cosa no fuera con ellos (con nosotros), el acostumbramiento perezoso con las rutinarias arbitrariedades, con la incertidumbre sobre su duración, con la sospecha sobre su probable perpetuación (si el pueblo lo pide).

Lo feo: el cuestionamiento del mismísimo núcleo duro de la democracia (no argumento, ojo, que durante el viejo régimen Ecuador era un país democrático), la voladura y el calculado estallido de la noción de que cualquier país civilizado se basa en el principio de que todo el mundo debe ser libre de opinar y de que el Estado debe proteger la disidencia de pensamiento, la estratégica colocación de tacos de dinamita en la idea -madurada durante siglos, aplicada en cientos de países, fundamentada en millones de víctimas- de que el poder debe estar dividido para cuidar nuestros propios derechos e incluso nuestras propias vidas, la cuidadosa cimentación de un sistema de liquidación de la imagen y de la reputación de cualquiera que se atreva a alzar la cabeza más de lo necesario, el uso del aparato estatal para corregir (sic) el más mínimo signo de disconformidad, la identificación de la legitimidad política con los resultados electorales. Irán y Siria.

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