La obediencia ciega ha sido signo de los tiempos. Pensar, hablar y actuar según designios de algún poder se valoró como lealtad y confianza. El mundo se llenó de obedientes sin criterio, sin dudas, con voces programadas.
El modelo ciego funcionó en instituciones que precisaban respuestas únicas. Las FF.AA. frente a los peligros. La Iglesia frente a sus dogmas. Pero también, con matices, partidos, familias, escuelas. En los últimos años el fenómeno del “borreguismo” nos sorprendió, por su disciplina e imitación al líder-amo. Sus seguidores se dejaron vacilar, humillar, apresar.
Las jefaturas inmutables se tambalean. El poder queda expuesto. La emergencia de derechos y de prácticas democráticas llegaron para quedarse. El obediente ciego es menos funcional, pierde espacio, se achola. Es el tiempo de los deliberantes. Lo opuesto a obediencia no es desobediencia, es deliberación. Que no tiene nada que ver con anarquía, irrespeto o evasión. Tampoco con el “contreras” que lo amarga todo sin salida. La deliberación marca una caída hacia arriba de la humanidad. Abre nuevos compromisos, por convicción y pasión.
Destacamos: la capacidad de deliberar se aprende… o se arruga. Familia y escuela inciden enormemente. Muchos rituales en las aulas se aferran al libreto de la obediencia ciega. Promueven aceptación y mirada unilateral, premios a la repetición y castigos a la divergencia. No reparan que la vida, el trabajo, las relaciones exigen hoy alegatos sólidos, propuestas creativas, decisiones con condumio propio. El modelo de empleado mustio y mecánico se esfuma.
Obedecer es más fácil. Cualquiera puede agachar la cabeza y dar vacaciones a la reflexión e iniciativa. La obediencia minimiza los riesgos, evita disputas, facilita la vida. Sabemos por supuesto, que no es casual. Siniestros y poderosos grupos apuestan todo por la pasividad. Para vender, para contar votos, para acallar gritos colectivos. Los deliberantes se han forjado a pulso y a pesar de la educación. Pero, aprender a deliberar puede ser una aventura. Hay evidencias exitosas en familias, escuelas, comunidades. La solidaridad no se pervierte. La democracia gana brío. La persuasión opaca al pensamiento único. El acatamiento se torna cooperación.
No dejemos al azar el desarrollo de esta capacidad. Reforcemos las habilidades deliberantes de nuestros niños. Suele sorprender su repertorio de mecanismos para persuadir, identificar causas, comparar, combinar afecto y razón, usar ejemplos. Las pistas están en sus actitudes cotidianas, en sus relatos fantasiosos y hasta en alguna pequeña mentira. Ni borregos ni contreras. Simple y felizmente deliberantes. Nuestros poderes se lastimarán un poco sin duda. Pero los nuevos equilibrios y promesas que se anuncian valen oro. Hay que abrirles los brazos.
Columnista invitado