Venezuela y Nicaragua son, sin duda, dos países que ejemplifican el devastador efecto del autoritarismo sobre la libertad de expresión. En ese último país las cosas se complicaron más desde abril, y se está repitiendo un ya conocido modelo en la región: hostigamiento a los periodistas, obstáculos para acceder a la información pública, dificultades para operar en el día a día.
En el Ecuador, durante una década vivimos la aplicación sistemática de un modelo de control para imponer la verdad oficial y para intentar ocultar lo que ocurría subterráneamente. Estamos saliendo poco a poco de esa pesadilla pero quizás no valoramos lo suficiente lo que significa dejar atrás un camino cuyo final es una sociedad vacía y sin alma.
Solo basta pensar en lo que significa, como sucede en este mismo momento en Venezuela, hacer periodismo prácticamente sin profesionales, pues buena parte se ha unido a la emigración; casi sin papel y sin otros insumos en el caso de los productos impresos; incluso sin energía eléctrica a causa de los apagones.
Si bien muchas de las heridas que causó el correísmo a la libertad de expresión nunca se curarán, el panorama hoy es distinto. Junto con unas regulaciones que resultan inevitables desde el punto de vista del Gobierno, es momento de reflexionar sobre lo que sucede en redes sociales, no necesariamente como medios sino como espacios de comunicación social.
Hace solo medio año, el país civilizado se unía en una cruzada por la vida, a propósito del secuestro y el asesinato del equipo de EL COMERCIO mientras hacía su trabajo en Mataje; del secuestro de dos civiles que también terminaron muertos en manos de la disidencia dedicada al narcotráfico, así como de la muerte de cuatro marinos que vigilaban la frontera.
Las redes fueron entonces espacio de emoción pero también de racionalidad, una tribuna que sirvió para mostrar al mundo un país que valora la vida y la paz. Hace pocos días, esas redes fueron escenario de emoción y de irracionalidad en contra de la vida y del derecho a la presunción de inocencia de tres personas que terminaron asesinadas a golpes en Posorja.
El rumor, el prejuicio contra los extranjeros, la violencia como medio para enfrentar la delincuencia, se pintaron de cuerpo entero. No faltan las explicaciones sobre un país que está viviendo un efecto de destape después de años de represamiento a la expresión, pero nada justifica esa ola subterránea de intolerancia que sigue corriendo desde hace decenas de años.
En las redes sociales se han escenificado grandes batallas mundiales por la libertad en los últimos tiempos. Ellas sirven para crear comunidades en donde se resuelven problemas específicos y para dar sentido de pertenencia. Pero también pueden convertirse en fuente de barbarie si reproducen lo peor de nosotros.
Como siempre, no es la herramienta ni la tecnología sino el uso que le damos. ¿Cómo la manejaremos responsablemente?
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