La Asamblea Nacional se ha caracterizado por oponerse a todas las leyes planteadas por el Ejecutivo, por dificultar la gobernabilidad y convertirse en un poder obstruccionista, retrógrado, sumido en el ridículo, con un afán mayoritario de conspirar permanentemente contra la democracia y el orden constituido con acciones de perdón y olvido de todo tipo de actos delictuosos e inmorales, como tolerar la pública incitación al robo, por parte de una legisladora, o minimizar el cobro de “diezmos” y el otorgamiento masivo e irreflexivo de impunidad a sediciosos, terroristas y delincuentes comunes, en un acto que dio origen a la salvaje protesta de junio de este año, liderada e impulsada por muchos de los amnistiados.
No fueron pocos los “parlamentarios” que, cual escolares deficientes de primaria, con marcada dificultad, leían sus exposiciones y apoyaban la destitución del Presidente de la República.
Numerosos son los disidentes de los bloques legislativos, que traicionan a sus coidearios y se fusionan desesperados con la mayoría opositora, junto a la cual actúan en contra de sus compañeros, los destituyen injustamente y toman decisiones radicalmente opuestas a la ideología de los partidos por los que fueron elegidos, como apoyar una ley de comunicación mordaza, que anula la lucha en contra la rampante corrupción, que imperó en el largo período en que gobernaron y por la que están prófugos y escondidos.
Estos hechos hacen imprescindible un cambio radical en las condiciones mínimas que deben reunir los candidatos a asambleístas, en la necesidad de disminuir su número y de la conveniencia de establecer dos cámaras.
El Presidente de la República debe rescatar su liderazgo y convocar a una consulta popular que permita concretar estos cambios y evitar que los terroristas y vándalos reciban inmunidad, mientras tratan de enjuiciar a las autoridades que defendieron a la sociedad civil del salvajismo y de la destrucción que las hordas inconscientes generaron.