Caminar entre tumbas ordenadas, limpísimas: nada comprometemos, no herimos, no nos dejamos herir; no encontramos a nadie susceptible de ser lastimado por nuestra nostalgia; el silencio digno, los caminos vacíos, el cielo de un otoño suave como conviene a todos los otoños, aun a los del cambio climático de crueles veranos, y un árbol llamado if, que no he llegado a ver, tal vez porque estaba naciendo todavía cuando mi segunda visita al cementerio de Plainpalais en Ginebra, a la tumba de Borges.
En él, el pasado se presentiza (Gerardo Diego pidió, hace años, que ‘presentizar’ entrara al diccionario, pero no se le ha hecho caso, aunque presenticemos cada instante, al volver a lo vivido o a lo por vivir, para seguir tratando de entender la existencia).
¡El fascinante Borges!: su genio, matizado por un sin par sentido del humor, se ‘presentiza’ en sus libros, en sus conversaciones: durante los últimos tres años de su vida en Buenos Aires, en encuentros radiales con el escritor Osvaldo Ferrari, mantuvo diálogos de espléndida espontaneidad, muestras del ‘inteligente placer de conversar’, que tanta falta nos hace; se han editado en dos volúmenes que hay que ‘oír’… Hoy, corporalmente lejos de su Buenos Aires natal y, casi, de todas partes, es todavía, un vivo entre los vivos: su palabra nos hace existir mejor, más alegre e inteligentemente. Por cierto, como en merecido trance de justicia, tiene en el cementerio, desde 2005, singular compañía.
Leo sin asombro que a la señora Kodama tal sociedad le ha indignado, pero me importa poco su indignación egoísta ¿fingida? ¿real? Yo diría que más bien me alegra: estoy convencida de que pocas lectoras de Borges encontramos razón alguna para estimar a la Kodama y de que tampoco la encuentran muchos hombres. Me chocan su frialdad, sus conocidas advertencias a Borges, tan poco sensibles a la ‘luz’ de su ceguera: ‘¡Che Borges, que ensucia la corbata!’… Pero hubo, hay, habrá un ámbito en el que su dominio no fue, no va, no irá a más, porque allí donde está enterrado el mayor cuentista del español de América, el poeta y hombre de humor valiente, casi enfrente y a ras de suelo –como lo están todos sus habitantes- se encuentra otra tumba de lápida muy simple: “Grisélidis Réal: Escritora, Pintora, Prostituta, 1929, 2005”. Una contradicción más en la vida vacía de amores, pero no de amor ni de amistad, del genial argentino, que sabiendo a lo que iba y por qué, cuando lo llevó Kodama a Ginebra, sonreía en su corazón. Ginebra, la ciudad más democrática de la Tierra como lo es su cementerio ‘de reyes’, ejemplar plenitud de un parque silencioso, numerado y claro. El if, ese árbol que florece en los años impares, cubre ya, según ‘Clarín’, las dos tumbas: las une bajo su sombra. ¡Cuántas formas de cumplirse aquello de ‘lo que Dios ha unido’! Nadie dirá que esta, post mortem, no sea la ideal, salvo la señora Kodama cuya irritación, por cierto nada nueva, no suscita nuestra piedad, sino nuestra sonrisa.