Poca gente hay tan antipática como los aguafiestas, porque son los que le quitan la alegría a los momentos más felices. Personalmente, todavía recuerdo con disgusto al profesor que, en la fiesta de segundo curso, nos apagó la música a las 9PM.
Pero el que sean antipáticos, no modifica el hecho de que, a veces, son necesarios y sobre todo en economía. Porque las fiestas, económicamente hablando, son dañinas y la única manera de hacerlas menos dañinas es enfriarlas, justamente en el mejor momento.
El problema es que aquellos que llegan, en el momento de mayor expansión económica, a decir que “hay que bajar el volumen”, son tan mal recibidos como lo fue mi profesor de segundo curso en la infausta fiesta mencionada.
Recordemos una historia económica de hace casi tres décadas. A mediados de los años 90, el Ecuador recuperó su estabilidad económica y, de golpe, se volvió uno de los mimados de los mercados financieros internacionales. Eso hizo que muchos capitales entren al país en búsqueda de las buenas tasas de interés de la época. El problema es que esos capitales, un par de años después, a la primera señal de inestabilidad, salieron del país y complicaron seriamente al sector financiero.
Quizás lo ideal hubiera sido limitar el ingreso mismo de esos capitales, para que entren sólo aquellos que querían quedarse por un período largo. En Chile, más o menos en la misma época, limitaron la entrada de capitales y con eso lograron minimizar el monto que salió de ese país a la primera turbulencia financiera. El Ecuador no lo hizo porque no se prestó atención a los pocos aguafiestas que advertían de los peligros de la entrada de “capitales golondrina”. Al fin y al cabo, a quién se le ocurre criticar algo tan “saludable” para la economía.
Quince años más tarde, el Ecuador vivió otra fiesta, en este caso con los ingentes recursos que nos producía el petróleo. Y hubimos algunos aguafiestas que, en plena farra, nos atrevimos a decir que se debía bajar un poco el volumen, que se debía pensar en algo tan exótico como “ahorrar”. En el momento de más exuberancia del gasto público, cuando los grandes almacenes no tenían capacidad para atender las compras que hacían unos consumidores emborrachados en un consumismo financiado por un imparable Presupuesto del Estado, algunos pensaron que iba a existir un mundo después del boom y que sería bueno prepararse para eso.
Pero como a todo buen aguafiestas, nadie les hizo caso y, dado que quienes controlaban la música en esa época no eran tan responsables como mi profesor de segundo curso, ellos, los elegidos para velar por el futuro del país, le subieron el volumen a la música y nos pusieron a bailar en una farra pagada a crédito. Evitarlo hubiera sido aguar la fiesta.