Cada grupo, clan o gremio sabe qué lugar ocupa en el entramado social y tiene su territorio bien delimitado. Los sastres, cuya historia empieza con los taparrabos para el homo sapiens, no escapan a esa dinámica que, como se ve en esta pandemia, es de porcelana y puede acabar con la vida en un tris.
Necesarios en una ciudad fría, de clima indescifrable y dada al boato y buen vestir desde su fundación, los sastres siempre fueron cotizados.
No existía barriada capitalina que no tuviera su sastre o modista. Hasta hoy, muchos tienen a uno de ellos dándole sin freno a los pedales de una máquina Singer, sin horarios y con el eslogan de “cayó una obrita, gracias a Dios”, como bendición.
Los nuevos paradigmas aumentaron este universo con diseñadores y diseñadoras de modas… El espectro comercial se diversificó con el ‘low cost’, los talleres exclusivos, las marcas directas, las tiendas guía…
Lo cierto es que los sastres aún son muy populares. Un botón de muestra: el portal Star of Service, que reúne a distintos profesionales, tiene referencias de 130 de estos artesanos en Quito.
Los hay de todo tipo. Desde quienes realizan composturas y cambian cierres al aire libre, bajo el paso elevado de la avenida Pichincha, hasta los almacenes exclusivos y diseñadores vip, que se reprogramaron por el covid e incluyeron mascarillas y otras protecciones a sus creaciones, como pasa con Pinto, Florencia Dávalos…
En este nicho, orientado a los de mayor poder adquisitivo, se ubica El Dian, una sastrería con más de medio siglo de vigencia ubicada en Veintimilla y 6 de Diciembre.
El Dian, según su fundador José Alfredo Caizatoa, empezó en 1960 en la 24 de Mayo y con 120 sucres de capital. Ahora es uno de los preferidos por quienes buscan ‘full’ elegancia y pueden pagar desde 500 hasta USD 3 000 por un terno a su “imagen y semejanza”.
La pandemia, reconoce Caizatoa, les golpeó sin misericordia.
Los seis ayudantes se redujeron a cuatro y la producción disminuyó en más del 50%. Con el último confinamiento se redujo al 30%.
No obstante, reconoce el maestro con optimismo, hay un alza de la demanda de ternos para matrimonios, que, paradójicamente y según su criterio, han aumentado en la pandemia, “tal vez por los pocos invitados que asisten”.
En el nicho de ternos, pero más baratos, se acomodan Leonidas Llango y sus cuatro hermanos (aunque lleven otro apellido, Moya). Con la sastrería en su ADN, Leonidas y los Moya (Gaspar, Adriano, Patricio y Eva) visten con clase y por unos racionales USD 100 a sus clientes de la Pileta del Comité del Pueblo, el Obelisco de Cotocollao, Carapungo, Sangolquí y Cumbayá, respectivamente.
Leonidas fue el pionero. El dueño de Lever Sastrería aprendió el oficio bajó la mirada de Marco Toalombo, quien descubrió sus habilidades con hilos y tijeras y las pulió. Leonidas transmitió sus secretos a Gaspar; este a Adrián y así… hasta llegar a Eva.
Estos ‘sastrecillos valientes’, oriundos de Quero, Tungurahua, también sintieron el duro embate del virus.
En Lever Sastrería, la producción y las ventas bajaron de 15 a 3 o 2 ternos semanales. Con mucho dolor, Llango tuvo que despedir a cuatro de sus seis colaboradores. Así, desde marzo del 2020 este artesano vive sacándole el jugo a sus últimos ahorros.
La tragedia pandémica de Gaspar Moya, dueño de El Gabán Sastrería, de Cotocollao, es una copia al carbón de la de su hermano Leonidas.
De 10 ternos y unas 20 camisas semanales, que significaban ingresos de hasta USD 1 000, la demanda se redujo a dos ternos y una docena de camisas. Cuatro de sus seis máquinas mueren por abandono y el equipo bajó a la colaboración de su esposa, Blanca Tirado, su hija que estudia Diseño de Modas en la UTE y uno que otro obrero ocasional.
Muchos artesanos están agremiados a sindicatos, asociaciones y afines. Una de estas es la Asociación de Sastres y Modistas de Quito, con sede en La Tola; funciona desde 1927 y cuenta con 46 socios, todos de rango modesto. Diana Tomalá es una socia.
Ella es una modista itinerante a quien la pandemia redujo casi a 0 su producción mensual. Ahora, esta hormiga de ciudad sobrevive de las blusas y chaquetitas que elabora en su casa de Guamaní, en el sur, y vende en el otro polo de la ciudad. Cada blusa por USD 5 y cada chaqueta por USD 15.
Pero si la situación de la sastrería formal es para llorar, la de los artífices de trajes y otros objetos taurinos es para llorar a mares. Ya antes de la pandemia, las ordenanzas que prohibieron las corridas de toros en el Distrito hirieron de muerte al mundo taurino. La pandemia fue el estoconazo final.
Franklin Martínez, quien ejerce ese oficio y el de picador de toros desde 1985, ve absorto cómo la pobreza amenaza con cornearle sin remedio.
Este ibarreño-quiteño, que conoció los intríngulis de la sastrería taurina de manos del mejor, el caleño Diego Ramos, recuerda que por un primoroso traje lleno de gusanillos, canutillos y lentejuelas, cobraba USD 1 000. Tampoco olvida que sus objetos taurinos que vendía en los tendidos de la plaza en días de feria eran requeridos.
Hoy, en su casa (Monjas Orquídeas) da pases a la necesidad realizando cualquier tarea que le ayude a poner algo en la olla familiar. Le hace a la serigrafía, a la rotulación, a la pintura de brocha gorda. Desde hace meses fabrica visores protectores de acrílico. Produce 200 diarios y los vende a USD 9. Así, Martínez le torea a la adversidad porque, como dijo Manuel Benítez ‘El Cordobés’ en uno de sus filmes, ‘más cornadas da el hambre’.