Eran cerca de las 21:00. Iván se estaba alistando para dormir cuando escuchó un alboroto. Los gritos, las ‘malas palabras’, los perros ladrando y las sirenas de las patrullas le hicieron caer en cuenta que se trataba de una fuga de la cárcel de El Inca, su ‘nueva vecina’.
Él vive desde hace cuatro meses en la primera casa junto al muro norte del centro de rehabilitación social, donde en el momento hay internas 1 167 personas privadas de la libertad. Duerme a escasos cinco metros de la prisión, y hasta el 3 de octubre del 2021 nunca le había preocupado.
Lo primero que hizo al saber del motín fue encerrarse en la habitación con su esposa. Salió únicamente cuando uniformados, “armados como Rambo”, golpearon su puerta y le pidieron que les permitiera revisar el patio trasero y la terraza de la casa de una planta que renta.
Iván admite que esa noche le costó dormir, pese a saber que había más de 200 policías alrededor de su hogar. Desde entonces, su vereda siempre está custodiada por militares.
La cárcel de El Inca está rodeada de viviendas y de todo tipo de negocios. Desde la calle De las Toronjas, que conduce al centro, se ve la construcción con muros altos coronados por una cerca de mallas.
En la parte delantera hay una sola puerta negra de metal por donde suelen ingresar los familiares de los detenidos.
Desde la fuga, las visitas se suspendieron, lo que alegró a aquellos vecinos que consideran que en días de visita llegaban personas a delinquir en los exteriores, lo que volvía insegura la zona. Pero entristeció a los dueños de los negocios.
A lo largo de dos cuadras, en esa vía hay 50 locales comerciales. Funcionan tiendas, papelerías, restaurantes y oficinas de abogados. Dependiendo del tamaño del local, pagan entre USD 100 y USD 400 de arriendo al mes.
Incluso el comercio siente el impacto de la falta de visitantes. Alberto, quien tiene una tienda que abre de 07:00 a 20:00, pasó de vender USD 100 al día, a USD 10. El administrador de una mecánica que queda al sur de la prisión cuenta que años atrás, en una de las fugas, los internos pasaron por su local. Amenazaron a la cuidadora y huyeron por ese terreno. Recuerda que su suegro abrió el negocio hace 40 años, y que antes de la llegada de la cárcel allí había un convento.
Luego del escape, frente al acceso principal se levantó una carpa desde donde se coordinan los controles. Pocas personas caminan por la vía. Los vecinos, sin dar sus nombres por temor, piden que se lleven la cárcel a otro lado.
Tan complicado es vivir en esa cuadra, que todas las casas frenteras se volvieron negocios y solo un par -las más alejadas- reciben inquilinos. Edwin es dueño de la casa más grande, donde hasta antes de la pandemia una familia rentaba, pero dejó el departamento.
A medianoche llegaban los patrulleros con la luces y la sirena encendidas, e interrumpía el sueño. Luego de una vez que escucharon disparos, los inquilinos decidieron mudarse. Desde la ventana del tercer piso de la casa se puede ver una parte del patio del Centro de Rehabilitación y las ventanas de lo que parecen ser celdas.
En El Condado, en el norte de Quito, la presencia de la Cárcel 4 se siente menos. El lugar funciona en una vivienda adaptada, que tiene en la parte delantera una lámina de metal y mallas a los lados. Allí hay 51 personas privadas de libertad.
A ambos lados de la prisión funcionan locales comerciales. Sus dueños son quienes más se quejan, ya que cuando se traslada a los reos, la calle principal se cierra y el paso se restringe. No hay amotinamientos. Los vecinos nunca han escuchado disparos ni se ha visto humo de la quema de llantas en el interior, como ha ocurrido en El Inca.
Los dueños de una farmacia y otros de un local de venta de ropa junto al centro contaron que las calles suelen cerrarse dos o tres veces al mes, por horas, tarda más cuando el detenido es un personaje conocido.
La particularidad de este lugar es que recibe a políticos, uniformados, jueces y personas vinculadas a hechos de corrupción. En El Inca, en cambio, hay detenidos por robo, narcotráfico y hasta sicariato.
Frente a la Cárcel 4 hay un gran centro comercial; a un par de cuadras, un establecimiento educativo. La gente no siente temor ni en el día ni en la noche.
La persona que habita la vivienda que colinda por la parte trasera con el lugar dice no sentir que su casa vecina es una prisión. Solo lo recuerda por las luces intensas que iluminan en las noches el patio trasero del lugar
Fernando Vaca Moncayo, coordinador general de Seguridad Penitenciaria, asegura que en ninguna de las dos edificaciones hay presos de máximo riesgo y que las unidades de inteligencia de la Policía trabajan a diario por la seguridad de estos sectores.
La Policía no tiene registrados intentos de fuga de la Cárcel 4. En El Inca sí. El último fue el que le quitó el sueño a Iván. Los presos se escaparon por un hueco que hicieron entre el techo y la losa, junto a su casa. Usaron una cuerda artesanal para bajar al patio que sirve de ingreso a una mecánica.
De los seis que se fugaron, dos fueron capturados. La búsqueda es complicada por la cantidad de casas y negocios en la zona. Por eso, -admite Vaca- estos centros deberían estar en lugares aislados.