Entre 30 000 y 50 000 personas al día recorren los pasillos del Museo del Louvre, en París. Uno de los puntos con más visitas es la Sala de los Estados, hogar de la Mona Lisa. Foto: EFE
En un reciente artículo, el crítico de arte del The New York Times rechazaba el cambio temporal de la Mona Lisa en el Museo del Louvre, lo cual llevó a una suerte de desastre técnico en materia museográfica. Al trasladar el famoso cuadro de Leonardo da Vinci a una sala más pequeña, las cerca de
30 000 personas que cada día la ven se encontraron en un callejón que solo podía albergar a 5 000 visitantes diariamente y por unos pocos minutos.
La sobrepoblación en uno de los museos más visitados de Europa, que en el 2018 tuvo 10,2 millones de visitantes, plantea un verdadero reto para los espacios de este tipo. El caso de la propia Mona Lisa es uno de los más emblemáticos: los visitantes no pueden acercarse verdaderamente a ella, lo cual les impide, de cierto modo, apreciar una obra de arte en todas sus dimensiones (colores, formas, texturas).
Ya sea por medidas de seguridad, o bien por la gran cantidad de visitantes a determinadas exposiciones, los museos se enfrentan ahora a una problemática que no estaba pensada en sus orígenes. Los teóricos Vikki McCall y Clive Gray, en el artículo ‘Museos y la nueva museología: teoría, práctica y cambio organizacional’, señalan precisamente que “la idea original de un museo, como una institución centrada en las colecciones, prevaleció con la existencia de un público que comprendía que el museo es una “autoridad cultural” que defiende y comunica la verdad”. Esto tuvo como consecuencia que una pequeña parte de la población ejercía el poder sobre lo que se comunicaba en estos espacios y, paralelamente, las colecciones y exhibiciones se construían a partir de estos intereses particulares.
Pero ya en la década de 1970, esta idea de los museos con una visión elitista empezaba a ser criticada entre los grupos que veían el ocaso de estos espacios debido a la falta de aproximación con los diversos públicos que los recorrían. Una de esas voces contestarias fue la del periodista y escritor Kenneth Hudson, quien defendía la idea de una ‘nueva museología’, que dejara de lado esa visión clásica y anticuada del museo y que mire hacia las nuevas generaciones y sus necesidades.
Al igual que en la década de 1970, desde el 2010 vivimos en un momento de transición en torno a la relación entre el público y la narrativa museográfica. Los formatos tradicionales de salas llenas de pinturas, esculturas y demás han debido ceder su espacio a nuevas formas de comunicación del arte basadas en tecnologías de la información y del conocimiento.
En estos nuevos escenarios, el relato museográfico no solo está relacionado con la disposición final de las piezas y el hilo conductor que se pueda crear a partir de estas. También importa cómo los visitantes se conectan con los espacios a través de teléfonos móviles, tabletas, gafas de realidad virtual, pantallas táctiles y otros formatos que sumerjan al visitante en la exhibición. En otras palabras, los curadores ahora se enfrentan a la tecnomuseografía, en la que el museo es un repositorio y, al mismo tiempo, una experiencia.
En cierto sentido, estas narrativas digitales en los museos resultan más naturales para las nuevas generaciones. Dos ejemplos de esto son el proyecto Google Arts & Culture y la exposición itinerante ‘Van Gogh Alive: The Experience’. La primera consiste en una plataforma web en la que los usuarios pueden recorrer por museos y piezas de arte digitalizadas de varias partes del mundo y verlas casi como si estuvieran frente a ellas. En el otro caso, uno de los más exitosos en su rama, las personas van a un espacio físico real donde se ha montado una exposición con cuadros digitalizados de Van Gogh y proyectados en grandes formatos.
En los dos casos, las personas llegan a tener una parte de la experiencia de apreciar la obra de arte. Pero en estos ejemplos también salta a la luz una de las principales críticas que hizo el filósofo Walter Benjamin en su texto ‘La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica’: “Las circunstancias en que se ponga al producto de la reproducción de una obra de arte, quizás dejen intacta la consistencia de esta, pero en cualquier caso deprecian su aquí y ahora.”
En este escenario, en el cual la museografía se enfrenta a la creación de una narrativa que comulgue con lo digital pero sin perder su esencia, varios críticos hablan ya de los ‘prosumidores’. Con este término se refieren a los visitantes que son productores de imágenes para redes sociales (y con las que comparten su experiencia) y que, al mismo tiempo, consumen la experiencia en el museo. En este contexto, la crítica Camille Simonet Cuadrado escribe que: “El museo, que ha sido siempre un espacio de concentración de objetos, se transforma en esta economía en un espacio de concentración de experiencias. Convertido en un proveedor de estímulos, ya no se configura principalmente alrededor de su colección, sino alrededor de sus visitantes y en este cambio de perspectiva se acerca -hasta casi coincidir- al modelo del parque temático”.