La obra de Guayasamín, en el contexto de emergencia de las vanguardias, encontró en el realismo social y el expresionismo los códigos necesarios para su lenguaje. Foto: archivo EL COMERCIO
En el 2019 se conmemoran 100 años del natalicio de Oswaldo Guayasamín, figura insigne de las artes plásticas ecuatorianas del siglo XX.
Hablar de un personaje tan importante obliga a reflexionar sobre las condiciones históricas en que se produce ‘el fenómeno Guayasamín’ y lo que significa su legado. Generalmente, se le asocia con el movimiento indigenista, aunque esa denominación no le abarca del todo.
Su primera etapa está asociada al tema indígena, influencia de la tendencia literaria y plástica fomentada por el llamado Grupo de Guayaquil y la Casa de la Cultura. La obra madura ha sido definida por Rodríguez Castelo dentro del realismo social. En países como Ecuador, con una marcada herencia colonial, bajo un sistema de castas donde decir indio o longo aún se usa como insulto, y cuando en la época de Guayasamín todavía se vendían haciendas con personas incluidas, optar por el realismo significa un acto valiente.
El siglo XX latinoamericano es un siglo de modernización. Las élites, los comerciantes y empresarios tuvieron, como visión, una promesa de países prósperos. Mas este proyecto fue acompañado por desplazamientos, discriminación, explotación laboral y grandes brechas entre ricos y pobres. A mediados de siglo, el pasado agrícola, campesino y artesanal es visto como impedimento para el progreso urbano, exportador y de explotación industrializada. La multiplicación del capital se pone por encima de los valores humanos y derechos sociales.
En Ecuador, las demandas por mejores condiciones laborales toman un tinte decisivo después del 15 de noviembre de 1922. En este contexto, el indígena, el negro y el pobre reciben un mensaje claro: o se insertan en la estructura modernizadora o serán relegados o acallados, como había sido antes.
El realismo social del siglo XX cala en la memoria visual del país, porque llega a la raíz de esta contradicción modernizadora. La obra de Guayasamín apela a las emociones y se vuelve la voz de quienes no tuvieron voz.
Entre sus críticas más agudas, encontramos a Marta Traba, para quien el movimiento indigenista, el muralismo mexicano y, específicamente, la obra del pintor ecuatoriano se enquistaron bajo el mecenazgo del Estado e implementaron un discurso único, sin contribuir al desarrollo del lenguaje artístico en la región. También hubo otras críticas, vinculadas al acaparamiento del mercado y de los incentivos estatales o, incluso, a que el artista se benefició con el sufrimiento de los indígenas o que obstaculizó la emergencia de otras propuestas, no alineadas al realismo social.
Al respecto, parece obligatorio afirmar unas premisas. Primero, toda actividad artística es política y está cargada de posiciones ideológicas, epistémicas y valorativas. La obra de Guayasamín, en el contexto de emergencia de las vanguardias, encontró en el realismo social y el expresionismo los códigos necesarios para su lenguaje.
A la par, el Muralismo mexicano posicionaba un discurso histórico de reivindicación y dignificación de la cultura popular. Con el triunfo de la Revolución Cubana y su proyecto de La Casa de las Américas, surge un centro receptor donde confluyen los intelectuales de izquierda más importantes de la época. Se reúnen para pensar sobre nuestra América y sobre cómo el arte debía clarificar su posición política, frente a un contexto complejo, agitado por nuevas circunstancias, a nivel internacional, como la Guerra Fría, los movimientos estudiantiles de mayo del 68, la guerra de Vietnam y el avance de las dictaduras en América. Eran tiempos de disputa ideológica, y los artistas tomaban partido, como lo han hecho siempre.
También por esa época la Casa de la Cultura, fundada en 1944, guardaba estos ideales como modeladores de lo nacional. Durante tres décadas fomentó la lectura de novelas indigenistas en escuelas y colegios y encontró, en el molde mexicano, su inspiración.
‘Los Tres Grandes de México’ (Rivera, Orozco y Siqueiros) tuvieron su espejo en los tres grandes de Ecuador (Kingman, Guayasamín y Diógenes Paredes). Las instituciones contribuyeron a generar una nueva élite en el campo cultural. Pero, como se sabe, casi todos los movimientos artísticos en el mundo, y en todas las épocas, fueron apoyados por diferentes grupos de poder, y se institucionalizaron a través de estos.
De ese modo, se han definido caminos estéticos y se han articulado muchas de las mismas vanguardias. Por tanto, no parece un argumento razonable despreciar una obra solo porque participó, o fue representativa, de cierta institucionalidad. Si así fuera, tendríamos que negar a Wagner, a Goya, al Futurismo y, tal vez, incluso, al Surrealismo, entre muchos otros.
Boris Groys, en su texto ‘Volverse público’ (2014), reflexiona sobre las condiciones que hacen revolucionaria una obra y afirma que la creación tiene ante sí dos alternativas: o criticar el arte-institución, o generar posibilidades para cambiar radicalmente el mundo.
Dicho esto, el lenguaje de Guayasamín, hermanado con los códigos expresionistas, se vuelve una elección asertiva, pues, aunque no implicó mayor innovación en cuanto a la técnica, el apego al realismo social expresa el enclave de acción política de su propuesta.
Además, es imperativo reconocer en Guayasamín lo prolífico de su producción y su honestidad en la creación. Por eso sus imágenes impresionan tanto, porque eran una encarnación simbólica, en términos de Danto, con trazos extremadamente sobrecogedores, junto al poder de la línea, la sutileza del color preciso, la búsqueda del rojo perfecto.
Ya desde adolescente se le reconoció su talento. En su paso por la Escuela de Bellas Artes de Quito (1933-1941), participó en exposiciones y obtuvo premios. Estudió con Pedro León, Luis Mideros, Jaime Andrade Moscoso y Carlos Kohn. Consideró maestros a Camilo Egas y a J. C. Orozco, durante su estadía en la New School of Social Research, en Nueva York. Este viaje ocurre tras ganar el Premio Mariano Aguilera en 1942.
Su obra, gestual y expresiva, guarda de Orozco especial influencia, ya que pasó un tiempo con el artista mexicano, además de una estadía en el país azteca, donde estudió la técnica mural. Si tuviéramos que escoger una obra o una serie suya en específico, sería la de retratos de personajes del siglo XX.
Muchos de los representados fueron conocidos, y algunos de ellos, protagonistas emblemáticos de la historia nacional, regional e internacional, desde escritores, cantautores, músicos y políticos. La minuciosa selección de su paleta lo sitúa entre los mejores retratistas del siglo XX. De sus más de mil retratos, el del revolucionario Fidel Castro, pintado en 1961, se considera uno de los más relevantes.
A 100 años de su nacimiento nos compete hablar de su legado. Sin lugar a dudas, Guayasamín es un grande del arte latinoamericano, generador de luz y de mucha sombra, que logra visibilizar un problema social encarnado y asfixiante, y que ha sido aliento para muchos artistas en el mundo.
Con todo, conscientes del legado inconmensurable que Guayasamín dejó para nosotros, también nos preguntamos ¿por qué la memoria cultural decide conmemorar a pocos y relegar a muchos?, con la esperanza de que estas palabras no solo celebren al maestro Oswaldo, sino que también sirvan para recordar los natalicios que han faltado, nombres que se han perdido en la memoria. Si queremos hacer honor al legado de Guayasamín, debemos, también, regresar a ver ese abandono sistémico de nuestra cultura.
*Decano de la Facultad de Artes, Universidad Central del Ecuador,
**Profesor de la Facultad de Artes, Universidad Central del Ecuador