La paz es un bien irreemplazable sin el cual la vida social y el progreso se convierten en utopías. Es un derecho humano para cuya vigencia todos debemos contribuir. “Pax optima rerum”, se dijo desde el tratado de Westfalia: la paz, el bien supremo.
No es fácil negociar la paz. Y lo es menos en un país como Colombia, donde la violencia reina endémica prácticamente desde el nacimiento de la República, en materia política. El estallido del “bogotazo” de 1948 fue consecuencia de esa realidad y se convirtió en detonante de más cruentas contradicciones.
Las luchas sociales con frecuencia llegan a usar la violencia. Cuando son justas, resulta difícil o casi imposible analizarlas con objetividad. Luchar por la independencia de un pueblo y hacerlo mediante el recurso a la violencia ha sido no solo aceptado sino generalmente encomiado como legítimo y heroico. Con frecuencia los regímenes opresores no optan por el camino del diálogo para buscar soluciones a los problemas sociales y el único recurso que dejan abierto, para el pueblo, es el de la insurrección. Pero la violencia es ciega y termina perjudicando no solo a quienes representan el poder constituido o lo ejercen sino a la ciudadanía en general.
En Colombia la lucha política recurrió a la violencia y al crimen y, para financiarse, no tuvo empacho en aliarse con el criminal negocio de la droga. Ganó así en cuanto a su capacidad ofensiva, pero perdió la justificación social con la que pretendía presentarse como la búsqueda de una nueva legalidad más justa y humana. Colombia se vio sitiada por la acción de las organizaciones insurrectas. Sus ciudades fueron víctimas del terror y sus campos fueron abandonados. Sus caminos ya no podían ser recorridos.
El presidente Pastrana resolvió, entonces, auspiciar una negociación con los insurrectos y, tomando medidas audaces que luego se demostraron equivocadas, les entregó el control de una porción territorial más grande que algunos países europeos. El resultado fue contraproducente. La violencia pudo reorganizarse, controlar mejor sus actividades, planificar sus acciones y duplicar sus actos de terror.
La acción militar enérgica prometida por Uribe le ganó la elección presidencial y, ciertamente, produjo frutos que permitieron a Colombia ir reconquistando la tranquilidad ciudadana y la normalidad en la vida agraria. Sus éxitos fueron visibles y aplaudidos. La violencia empezó a batirse en retirada.
En tales circunstancias, el presidente Santos -actor fundamental de la política de Uribe- ha tomado en sus manos el desafío histórico de negociar la paz, a sabiendas de que una victoria militar -nunca garantizada- probablemente se convertiría en semilla de nueva violencia.
El tema no es únicamente colombiano, concierne a todos y, especialmente, al Ecuador.