Un conocido mío se enteró hace unos días de un importante nuevo desarrollo en el campo en el que es experto. A base de su larga experiencia, no de un análisis de las evidencias relevantes, y contra el criterio general de la ciencia contemporánea, rechazó la validez del nuevo desarrollo con un olímpico “No me suena”. Este es un ejemplo clásico de la llamada “prisión paradigmática”, la inhabilidad de muchos para ver y comprender aquello que no está ya incluido en el marco de sus creencias y experiencias.
Vivimos otro claro ejemplo el pequeño grupo que acogimos la idea de crear una universidad de artes liberales en el Ecuador, hoy la USFQ, cuando un amigo a quien fuimos a pedir apoyo nos preguntó qué habíamos estado fumando.
Vivió similar ejemplo el inventor del reloj digital, a quien los gurús de la industria relojera suiza dijeron que el suyo no era un reloj, que según ellos es un aparato que a base de delicados movimientos de ruedecillas y resortitos, mueve unas manecillas que marcan la hora. “¡Marcan la hora!” respondió. “¡Eso es un reloj! El mío también marca la hora”. “No,” le respondieron, “el suyo no es un reloj”. El frustrado inventor vendió la patente a dos empresas que desarrollaron los relojes digitales que la mayoría de nosotros usa hoy, y la industria relojera suiza casi quebró.
Son infinitos los ejemplos de a donde conducen las prisiones paradigmáticas. La rigidez de Luis XVI y sus asesores frente a la idea de establecer una monarquía constitucional les costó a él su corona y su vida, y a ellos y a millones en Francia insondable sufrimiento durante décadas. La rigidez de los doctores de la Iglesia frente a la revelación por Galileo de la estructura del universo le costó a él una incansable persecución que culminó en el arresto domiciliario de sus últimos años, como antes le había costado a Giordano Bruno la vida, quemado en la hoguera. Cuando era Gobernador del Estado de Nueva York, Martin Van Buren, más tarde presidente de los Estados Unidos, pidió al Presidente Thomas Jefferson que hiciera algo acerca de esos aparatos del diablo llamados “ferrocarriles” que circulaban por ahí asustando a las personas y a los animales, cuando “nunca fue la intención de Dios que el ser humano circulase a cinco o más kilómetros por hora”. El director de la oficina de patentes de los EE.UU. declaró, en 1910, que “esta oficina debe ser cerrada, porque no queda nada por inventar”. Existe la Sociedad de la Tierra Plana, que supongo que no hace daño a nadie, y, mortalmente dañinos, hay los que se oponen a las vacunas y los que niegan el cambio climático.
Nos protegen de las prisiones paradigmáticas tanto la apertura a nuevas ideas como la flexibilidad para aceptarlas, virtudes nada comunes, pero altamente deseables y, lo que es más, plenamente desarrollables.