En agosto del año pasado, El País publicó una entrevista a Agnes Heller en la que, al responder al periodista que le inquiere sobre la posibilidad de entender al holocausto, ella formula dos preguntas: ¿cómo es posible que las personas se sintiesen moralmente capaces de hacer eso? y ¿cómo las instituciones sociales y políticas se pueden deteriorar de tal forma que dejen que ocurra algo así? Y concluye que el holocausto contradice la idea del progreso constante que difundió la Ilustración del siglo XVIII: “El mundo es un lugar peligroso y siempre lo será. Debemos aprender a vivir con ello”.
Creo que los Auschwitz que han ensombrecido la historia no bastan para negar el progreso de la humanidad, pero si para echar luces sobre sus falencias. Los seres humanos han luchado siempre por afirmar su dignidad. En tal empeño, han sufrido tragedias indecibles, sin debilitar jamás la tendencia innata a volver ilimitados sus horizontes. No lo comprueba así solamente la evolución de la ciencia y la tecnología, sino también la sofisticación ética y cultural que, desde antes mismo de la invención del lenguaje, ha florecido en el análisis crítico de las ideas, dando sustento al axioma de la Iluminación: “de la discusión nace la luz”.
El ser humano puede ahora domesticar los poderes de la materia o, también, ir hacia su total aniquilación. ¿La inteligencia artificial nos llevará a la cima o a la sima? Escuchemos la voz del genial Hawking. En esto consiste la maravilla de la libertad, atributo esencial y esencial condena.
¿Por eso fue que Sartre dijo que estamos “condenados” a ser libres?
El mundo, de manera cíclica, tendrá etapas de iluminación y de horror. Pero la conciencia universal va tomando formas cada vez más claras sobre los secretos de la evolución creadora.
Ejemplo de ello son los derechos humanos que actualmente proclamamos como supremo deber y aspiración. Aceptamos gustosos la igualdad de todos aunque no hemos llegado ni siquiera a atisbar una época de pleno respeto de esos derechos. El renacimiento del humanismo se basará en la aceptación colectiva de que toda organización social, familia y Estado incluidas, no se justificarían si no tuvieran como objetivo supremo el bienestar del ser humano.
La vigencia de los derechos humanos exige cuestionar sistemáticamente al poder, ya que éste, por su esencia, busca expandirse, a costa de libertades y derechos. Cuando las instituciones, llámense leyes o costumbres, pactan con el poder y se someten a la voluntad de los universales Atila, Stalin, Hitler, Mussolini y Franco, o de los regionales Chávez, Maduro o Correa, se interrumpe la marcha hacia las estrellas pero, después, se renueva. Esta tragedia ha vivido el Ecuador en la última década. El Presidente Moreno tiene la tremenda responsabilidad de guiarnos hacia lo alto.