Noticia de estos días es la incorporación de la palabra “posverdad” al Diccionario de la Lengua Española, el cual la define como “Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”. La posverdad es uno de esos fenómenos políticos que caracterizan a la posmodernidad.
La posverdad entronca con aquel refrán que afirma que si una mentira es repetida cien veces pasa a ser verdad. En el contexto contemporáneo hay una tendencia del poder a elaborar argumentos en los que la constatación empírica de los hechos y su verdad objetiva importan menos que la exaltación de las emociones que esos hechos podrían generar a la hora de crear corrientes de opinión pública. Una mentira con halagüeños visos de verdad encaja a las mil maravillas con las aspiraciones elementales y la indigencia mental del común de la gente, más aún cuando se la pone a rodar en la Red convirtiéndose en un hecho cultural y político.
Aquel concepto de “verdad” que siempre tuvimos,la conformidad del pensamiento con la realidad, ha sido trastrocado en la posverdad. Quien emite la información falsa suele ser alguien con desmedida presencia en los medios. Si la verdad es capaz de acaparar las vidas de los humanos, igual cosa puede hacer la mentira ya que impacta de la misma manera en el pensamiento de la gente. La verdad hace libre al hombre, la mentira lo esclaviza.
Frente al poder intransigente, la verdad será sediciosa siempre. Lo más clamoroso ha sido el triunfo de un histrión como Trump quien ha convertido la posverdad (los famosos “hechos alternativos”) en una manera de explicar el mundo al revés; la realidad no es lo que es, sino lo que me conviene que sea. El cambio climático no existe, opina Trump, es un invento. La reelección indefinida es la culminación de la democracia, la división de los poderes del Estado es el invento de unos pelucones del siglo XVIII, sostiene Correa quien sueña con la dictadura vitalicia.
La posverdad solo ha sido posible en una cultura en la que todo aquello que se consideraba sólido y unívoco se ha “licuado” y en la que las certezas han prescrito; una sociedad en la que el indiscriminado acceso online permite que lo verdadero compita por igual con lo falso y en la que –en palabras de Umberto Eco- “las redes sociales dan el mismo derecho de hablar a legiones de idiotas que a un Premio Nobel”. No importa si un país pertenece al primer o al tercer mundo, la posverdad está en todos ellos como una perversión política. Estamos frente a algo catastrófico para el futuro de la cultura: el descarrío de la integridad intelectual, el desplome de la confianza, el tóxico que terminará con la democracia y “la creencia de que los líderes no solo son corruptos o estúpidos, sino que son incapaces” (Bauman).