Dos de cada diez niños y niñas han sufrido abuso sexual; las víctimas son una de cada cinco mujeres y uno de cada trece hombres. Ocho de cada diez abusadores son personas que forman parte de su entorno, aprovechan de su cercanía. El abuso se da lentamente, a lo largo del tiempo, generalmente sin episodios evidentes de violencia y puede durar mucho tiempo.
Los niños y niñas suelen callar, no revelan su sufrimiento; no existe un patrón de comportamiento de quienes han sido víctimas, usualmente no hay señales físicas, pero se pueden notar, aunque no siempre, cambios de comportamiento, retraimiento, agresividad, conductas sexuales inadecuadas para la edad. Las víctimas tienen sensaciones de culpa, vergüenza, se sienten traicionadas, tienden a aislarse.
Tampoco existe un patrón de abusador, están en todas partes, son personas comunes; de hecho, suelen ocultarse detrás de esa “normalidad”.
En la persona abusada con el tiempo se hace más evidente el daño emocional; a mayor conciencia de lo sucedido el dolor crece: me siento como “una cosa dañada” decía una adolescente que reveló los abusos sufridos en su infancia en la primera investigación que Defensa de los Niños Internacional hizo sobre el tema en el año 1989.
Muchos abusadores reportan haber sufrido algún tipo de abuso en su infancia; un ciclo que puede repetirse, víctimas transformadas en victimarios.
Dentro de poco se cumplirán 30 años de esa primera investigación y parece que no hemos aprendido mucho, seguimos advirtiendo a nuestros pequeños que se cuiden de los extraños, damos escasa credibilidad a su palabra, no creamos condiciones de confianza para que ellos puedan contar qué les sucede, no tenemos formas para detectar esos casos de forma temprana y -lo más importante- para prevenirlos.
El caso del Principito ha puesto, nuevamente en primera plana, este grave problema; exacerbado por los prejuicios, este caso ha mostrado la poca preparación institucional para manejar este tema, el debate judicial se ha trasladado al terreno de la opinión pública: otro efecto de la desconfianza en el sistema de justicia, profundizado por la idea de que los juicios se ganan, o se pierden, con palancas, contactos o presión social.
Difícil sustraerse a este hecho, se ha desvirtuado tanto los procesos judiciales que un niño víctima de abuso parece que encontrará justicia en la medida que su caso sea promocionado y puesto en primera plana en las redes sociales y prensa; al final nunca podremos saber si la condena o la absolución de un procesado es resultado de los méritos, de los hechos del caso o de la capacidad de presión o movilización social de las partes.
No es un caso aislado, la justicia parece trasladarse al escenario de la presión y opinión pública, como vemos en los procesos derivados de la corrupción; nos quedamos con la sensación de que estamos en un gran reality show, en un espectáculo, en un remedo de justicia. Parecería ser este otro de los efectos de la “década ganada”.