Hay victorias que, por el modo como fueron logradas, sobrepasan en indignidad a la más deshonrosa de las derrotas. Son aquellas que detrás dejaron una secuela de dolor y muerte; las que fueron alcanzadas con traición, crueldad y engaño. “Llevo en mí la conciencia de la derrota como un pendón de victoria”, dijo un día Fernando Pessoa. Cuando una causa legítima sale derrotada (porque las armas de la justicia nunca alcanzan la contundencia de la brutalidad) la villanía se alza con el triunfo en medio del aullido de los bárbaros.
El aparente fracaso de Cristo en la cruz lo convierte en el gran triunfador. Y al contrario, el éxito del Sanedrín, al lograr la condena de un justo, lo convierte en réprobo. El triunfo de Francisco Pizarro en Cajamarca, logrado con traición y en emboscada, si bien lo colmó de oro, le abrió los caminos del gran imperio de los Incas y a España le cubrió de gloria, sin embargo, en la Historia no ha habido una victoria más indigna que esa.
En el augusto recinto de la universidad de Salamanca el bárbaro fascista gritó un día algo que el mundo no ha olvidado: “¡Viva la muerte! ¡Abajo la inteligencia!”. Ante esto, Miguel de Unamuno, sumo sacerdote de aquel templo de la razón, se irguió para responder por la civilización entera, miró al coro de chacales que aún aullaba y dijo: “A veces, quedarse callado equivale a mentir porque el silencio puede ser interpretado como aquiescencia. (…) Venceréis porque tenéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis. Para convencer hay que persuadir y para persuadir necesitaréis algo que os falta: razón, derecho en la lucha”. Era el 12 de octubre de 1936.
Indigno es el triunfo que logra un tirano cuando, rodeado de fuerza e imbuido de la “majestad del poder”, acude arrogante a un tribunal e intimida al juez que conoce la demanda que en su contra ha encauzado un ciudadano que reclama justicia frente al atropello del déspota. E indigna será siempre la victoria que alcanza el bravucón que reta a su adversario a combatir a sabiendas que, de antemano y mañosamente, ha dispuesto a su favor las prerrogativas que marcan la contienda: la cancha, las reglas y el árbitro. Indignos fueron los “triunfos” electorales de aquellos caudillos que convirtieron en farsa la política, tramoya en la que hasta los muertos votaban; no eran los votos lo que más contaba, sino el bronco ruido de las botas, el brillo de las bayonetas. Innoble será siempre el triunfo del político que a la masa engaña con artificio palabrero, el demagogo que envilece al pueblo con falaz lisonja. Y luego, entre afanes y bostezos el hombre-masa no dejará de repetir la consigna que atosiga.
Hay sin embargo, victorias memorables, dignas del mármol y el bronce. Son aquellas que tras el reguero de sangre que toda guerra deja, está el sacrificio del héroe que sin haber podido alcanzar el laurel del triunfo dignifica con gloria su agonía.