Decía Domingo Faustino Sarmiento refiriéndose a su país: “El mal que aqueja a la República Argentina es la extensión: el desierto la rodea por todas partes”. Utilizando términos parecidos a los del autor del “Facundo” yo diría que lo que agobia a mi país no son los grandes desiertos, ni las estepas vacías, pero sí el aislamiento que impone su áspera orografía, el enclaustramiento con el que castigan las selvas. Lo que domina al hombre de los trópicos es ese sentimiento de soledad que comunican las altas montañas, que transmiten las selvas, hasta hace poco impenetrables murallas de lo verde.
Montaña y selva confunden y obnubilan al extraño que se aventura a penetrarlas, fatigan todo paso, borran todo camino, emborrachan toda brújula. Mundo en formación el nuestro, convulsa geología que aún busca reacomodarse luego de la inicial orogenia. Sociedad que transita entre el orden precario y el caos recurrente, el agobio del discurso patriotero y la improvisación permanente. Imaginativos, nos favorece la innata habilidad de reaccionar ante lo inesperado. Superado el sobresalto, vegetamos en el olvido. Libertad para nosotros es indisciplina, extravío de la norma, la constante refundación del país.
Los sentimientos de lejanía, inseguridad y terror cósmico agobian a los pueblos que viven aislados en medio de una naturaleza enorme, salvaje y cíclicamente marcada por el cataclismo. Si habitan en la montaña fría, se cohíben, se repliegan; si en el trópico, se extravierten, se despojan. En uno y otro caso, el ecuatoriano guarda al fondo de su ser cierta estoica resignación ante la soledad, cierta fortaleza moral para afrontar un destino que no llega a entender del todo, esa sombra que deambula entre la orfandad, la apatía y la violencia. Y si la selva es lo nuestro, también somos capaces de orientarnos en medio de ella. Y a pesar de los políticos, trazar caminos que nos permiten sobrevivir.
La historia de América Latina, su literatura, su mitología, las crónicas de descubridores y aventureros de todos los tiempos están repletas de anécdotas referidas a la selva como esa realidad omnipresente en la vida de estos pueblos. José Eustasio Rivera es uno de los escritores que mejor ha trasladado a la novela la experiencia de aquel que penetra en ese clausurado universo. La selva es “un cementerio enorme”; “catedral de la pesadumbre”, se lee en “La vorágine”. James Orton, viajero inglés que visitó el Ecuador en 1867 consignó observaciones acerca del país y sus curiosos habitantes. Dice: “La selva es una masa tan intrincada de lo viviente y lo yerto, que es difícil decir si su espíritu preponderante es la vida o la muerte. La calma y la tenebrosidad son casi dolorosas”.
En síntesis, en esta lectura del entramado de nuestra vida cotidiana marcada por lo telúrico ha surgido la noción de la “selva” como una imagen de la realidad profunda de lo ecuatoriano.
jvaldano@elcomercio.org