Hoteles del silencio, el último libro de Javier Vásconez es una maravilla.
Yo siempre he creído que el arte en un país es como una guitarra. Tenemos unas cuerdas que si se tocan con maestría pueden producir vibraciones inesperadas y deliciosas. Estas serían los artistas; donde se concentra la genialidad y es el epicentro de generación.
Y, ciertamente, tenemos potentes cuerdas.
Vásconez se ha dedicado toda su vida a perfeccionar las vibraciones del idioma.
En sus textos se percibe la patente calidad del artesanado en cada oración; cada palabra está colocada tras un proceso de análisis, sopesamiento, y musicalidad.
La composición entera está construida cuidando con rigurosidad que la ambientación sea completa, que los personajes tengan profundidad, que la narración cuente con el ritmo y la cadencia precisa.
Pero para producir grandes sinfonías no bastan los rudimentos técnicos y las construcciones minuciosas.
Es necesario además aquello que los franceses llaman el “ojo de artista”; justamente el núcleo de la genialidad en el arte. Es la capacidad de trabajar los temas de mayor enjundia, exponer los aspectos de la experiencia humana que nos harán estremecer. Vale la pena ejemplificar.
Al leer Hoteles del silencio se siente la desazón, el desolamiento y la viscosidad de nuestra seca sociedad ecuatoriana. En la obra maestra de Juan Rulfo, cima de la literatura mexicana, Pedro Páramo, el lector se golpea con el hecho de que todos los personajes están muertos y son fantasmas.
Pues no pude evitar imaginar que en la obra de Vásconez también los personajes son fantasmas. Vemos un reflejo de vidas vacías y muertas en la moderna urbanidad.
Es posible, tal vez estemos todos muertos, así nos comportamos. Incluso en el ámbito político hemos vivido como zombis.
“Durante años vivimos aislados y enfermos de chismografía, más apegados a los perjuicios y rumores, a las supersticiones, que a la posibilidad de la verdad, me dije con el sabor del último café. Algunos periodistas y políticos han puesto en marcha un idioma hecho de recelo, tan malicioso y descalificador como las palabras que se miran entre ellas de reojo en las páginas de un libro. Y todos hemos seguido repitiendo día tras día consignas insidiosas.”
Está claro, hay magníficas cuerdas. Ahora solo falta la caja de resonancia: nosotros. Nuestra literatura, por excelente que sea, no seducirá al planeta si el país no empieza por fungir como caja de resonancia de su arte.
Si queremos que el mundo la aplauda, debemos empezar nosotros por celebrar nuestras grandes obras y grandes autores.
No defraudemos, cumplamos con nuestro deber.