Tomasa Fariño daba las puntadas a su tejido de paja. La hamaca que diseñaba se enviará a Guayaquil. Foto: Mario Faustos / EL Comercio
El dorso de la mano de Tomasa Fariño es suave y arrugado, pero sus palmas son firmes, duras por los callos, producto de la exigencia de su trabajo. A sus 85 años se gana la vida torciendo y tejiendo paja de mocora, con la que hace hamacas.
Su día se inicia a las 06:00, trabaja entre seis y ocho horas durante 15 días, para terminar una de sus artesanías. Teje a una velocidad poco común para alguien de su edad y con cada puntada da forma a la pálida fibra vegetal.
La mocora está ligada a las tradiciones y costumbres del pueblo montuvio y cholo, y se cultiva en zonas áridas de la Costa, principalmente en Manabí. De ese sitio se distribuye a otras localidades, como los cantones guayasenses que son su principal destino.
Fariño es una de las pocas tejedoras de mocora que quedan en el cantón Lomas de Sargentillo, en el norte de Guayaquil. Esa localidad fue famosa por sus hamacas hechas a mano, que se vendían durante el siglo pasado.
La artesana cuenta que de sus 12 hijos –seis varones y seis mujeres- solo una aprendió este arte ancestral, que heredó de su madre y su abuela. “Ya las chicas no quieren tejer, los varones tampoco. La nueva generación se dedica a sus cosas”, dijo apenada.
Fariño tejía una hamaca de una plaza y media, que formaba parte de un pedido realizado por un comerciante de Guayaquil. Mientras lo hacía, recordaba que su madre, Teresa Mayesa, le enseñó a ella y a sus cuatro hermanas a trabajar la paja.
Leticia Morán exponía, afuera de su casa, dos hamacas y un sombrero; esperaba venderlas a algún turista. Foto: Mario Faustos / EL Comercio
“Mis hermanas fallecieron, lo mismo mi mamá. Una de mis hijas aprendió, pero ya no teje. Es triste que cuando yo me muera, esto se irá conmigo”, comentó la mujer mientras miraba atentamente su ‘lienzo’, para que ninguna puntada quedara fuera de lugar.
Junto a la casa de doña Tomasa vive otra de las tejedoras del cantón. Leticia Morán esperaba en la ventana de su domicilio la llegada de algún cliente, pues en el portal exponía dos hamacas listas para la venta.
Por ellas pedía USD 80, eran hamacas pequeñas. Con 85 años, Morán cuenta que ya no teje igual que antes, debido a que sus escasos recursos económicos le impiden comprar la materia prima.
“La libra de paja es cara (USD 4 cada una), además el tejido es laborioso. Para una hamaca de tamaño mediano se gastan de 12 a 14 libras de paja, a eso se le debe sumar la mano de obra y la gente no quiere pagar”, indicó la artesana.
Al igual que Fariño, lamentó que la tradición se vaya perdiendo. Tiene cinco hijos y nueve nietos; ninguno de ellos mostró interés por trabajar la fibra, principalmente porque el negocio es poco lucrativo.
“Ya no se vende como antes, además de que se gana poco. Mis hijos prefieren irse a trabajar a Guayaquil, deben velar por su familia”, manifestó Morán, con resignación.
Ella participó en una exposición que se realizó en enero en Guayaquil. El evento fue organizado por estudiantes de la Escuela Superior Politécnica del Litoral, con la intención de mostrar el arte de estas mujeres. El trabajo de las tejedoras de Lomas de Sargentillo se expone en los locales de los cantones vecinos, en la carretera que une a Guayas con Manabí. Según el tamaño, el precio oscila entre USD 80 y 200.