Siguiendo a Tábara, como dicta el nombre de la muestra del pintor guayaquileño, llegamos a una mesa en el patio norte del Centro Cultural Metropolitano (CCM). El maestro se dispone a la plática.
Enrique Tábara confiesa que, para su pintura, parte del impacto de la realidad, pero no es servil ante ella, de serlo “la pintura quedaría relegada tras la política, algo muy hecho en el Ecuador”. Él concuerda en que el pintor es espectador del mundo, “con una retina que le permite ver cosas que otros no pueden ver”.
Si en sus inicios anduvo por lo figurativo, lo fuerte fue su ruptura; le costó mucho pasar de una cosa a otra. Tras la Escuela de Bellas Artes tuvo que quemar 200 dibujos “preciados y preciosos”. Esa fue la única salida. Luego llegaron la beca, España, el informalismo… Eran lo años 50 y con otros artistas, en Barcelona, Tábara se abrió a esa pintura que llama “de dentro hacia fuera”: sobre el lienzo botaban los colores, pasaban la escoba, se trepaban en la pintura y la dejaban en el estudio hasta el día siguiente, cuando con sorpresa veían lo que el cuadro les decía…
Ahora -cuenta- tiene el hábito de hacer primero un boceto; así comparte la emoción entre el dibujo en un plano y el juego con el óleo y el lienzo. Sus cuadros tienen geometría, cromática y textura. Son 83 los que se exponen en el CCM. Los títulos remiten directamente a los elementos de los cuadros. Tábara busca la menor referencia literaria, no pretende una explicación de sus obras. Estas van nombradas por sus colores y sus relaciones, por su composición, su estructura y sus líneas.
La muestra recoge distintos momentos de su obra; más que etapas superadas, Tábara habla de transiciones y renovaciones. Hay piezas desde lo años 40, hasta lo más reciente del 2011; son retratos y abstractos, paisajes y formas.
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Harto se ha dicho y se ha desdicho de las piernas, los pies y los ‘pata pata’ que habitan el universo pictórico de Tábara. Son formas que han jugado con las varias tendencias y estilos explorados por el guayaquileño. Lo cierto es que se han hecho como una firma para el pintor terrenal, el arraigado al suelo, el creador aún más humano.
Explica que las piernas traían justamente eso de vuelta al lienzo: el ser humano; pero no de manera evidente, sino como una pista intelectual, una huella que exija al lector. Asimismo, las piernas desmembradas y los zapatos sueltos pueden ser indicio de una humanidad fragmentada. Y Tábara aunque reconoce que siempre hemos estado fragmentados por las guerras, se muestra optimista, cree en el hombre; en la autodeterminación del hombre.
En medio de la charla aparece el grupo VAN, reconoce que hicieron un buen papel. Cuánta gracia les dio que, en 1968, la Bienal de Pintura Latinoamericana en Quito no aceptara obras con influencia estadounidense o europea, solo pintura latinoamericana, el tema del indio. La respuesta de VAN fue la irreverente anti Bienal. “Esa pintura era importante, pero ya no era su momento. Los jóvenes harán lo mismo con nosotros”, dice Tábara.
En otras salas del CCM hay armonía desde colores y plantas. Esa vegetación frondosa, con árboles que por follaje llevan ‘patitas’, con saltamontes reposando sobre el lienzo, bien podría ser la naturaleza por donde se pierde la cabellera cana de Tábara, cuando el maestro camina por su propiedad en Los Ríos. Él ha sido muy afecto al río, por ello si el zodíaco ya le destinó como un piscis, él dice ser piscis de río y no de mar.
El campo ha sido lo suyo desde siempre, desde las vacaciones en su infancia. Cruza por su rostro el recuerdo de su madre; “La naturaleza es hembra”, dice (inevitable pensar en el cuadro ‘La ceiba’ ); “en ella está todo: símbolo, salud y porvenir”. Y en ella se ha refugiado: no es aficionado al festejo y va poco a las exposiciones; como un asceta, comprendiendo otro momento de su vida, a sus 81 años todavía se vuelca a la búsqueda de su pintura . Tábara es el ‘maestro’.