En la fotografía de arriba, del 4 de julio de 1978, aparecen de izquierda a derecha los candidatos presidenciales Rodrigo Borja, Abdón Calderón, Sixto Durán Ballén, René Maugé y Jaime Roldós, antes de un programa televisado. Foto: Archivo/EL COMERCIO
El 29 de noviembre de 1978, a eso de las 20:00, salía de la residencia familiar en el barrio Centenario de Guayaquil, para ir al cine, cuando mi madre me avisó de una llamada de Alberto Borges.
Él me dijo con voz pausada, tono grave -y su inconfundible acento español- que habían baleado a Abdón Calderón Muñoz, excandidato presidencial y figura de oposición a la dictadura militar; y que se encontraba grave en la Clínica Santa Marianita y que me enviaba un camarógrafo para la cobertura.
Al llegar reinaba la confusión. Un tumulto pugnaba por acceder al centro de salud. En los exteriores me topé con Carlos Julio Emmanuel, venerable maestro de la Logia Luz del Guayas Nº 1, quien enseguida me condujo al lugar del atentado, el cercano Templo Masónico en la calle Pedro Lavayen. Sobre el pavimento encontré el reguero de sangre aún fresco. Grabé mi reportaje entrevistando a los pocos testigos de la vecindad (un barrio bastante sombrío, por cierto); fui el primer periodista en llegar a la escena del crimen.
El país se encontraba en medio del proceso de retorno al orden constitucional y el momento era particularmente crítico. El binomio Roldós–Hurtado había triunfado en la primera vuelta el 16 de julio, por encima de todo pronóstico. Y en consecuencia, el régimen castrense -al menos en parte- con apoyo de ciertos sectores civiles derrotados en las urnas, empezó a maniobrar para prolongarse.
Desde septiembre había empezado en Guayaquil una campaña terrorista con una potente bomba en el edificio de Filanbanco (vinculado a Canal 10, luego TC Televisión), seguidas por otras contra diario El Universo y la revista Vistazo; incluso el vehículo de Calderón Muñoz había sido objeto de un dinamitazo. Se quería intimidar a quienes denunciaban con valentía la artimaña.
Calderón Muñoz se había dirigido al Templo Masónico para dar una charla, precisamente, sobre el retorno a la democracia. Al bajar de su carro fue interceptado por una motocicleta con dos individuos; el pasajero se apeó golpeándolo con un arma de fuego en la cabeza, reaccionó sujetándole la camisa y en medio del forcejeo le descargó tres tiros a quemarropa y se dio a la fuga.
Para controlar la hemorragia interna fue necesario aplicarle 120 pintas de sangre. Y aunque abrió eventualmente los ojos, intentando comunicarse, nunca recuperó plena conciencia. En el afán de salvarle la vida se lo condujo en avión ambulancia al Hospital Andersen de Miami, donde falleció el 9 de diciembre. Según la autopsia, la muerte le sobrevino por un daño orgánico múltiple.
Al llegar su cuerpo a Guayaquil, fue objeto de una multitudinaria procesión hasta el Cementerio General; ni siquiera el sepelio de Julio Jaramillo, ídolo de la canción popular, en febrero del mismo año, convocó a tantos dolientes.
Pero, como dice el viejo refrán, no hay crimen perfecto. Dos estudiantes universitarios que pasaban en un taxi por el lugar, reconocieron al conductor de la moto, Guillermo ‘Plin’ Méndez, que cursaba el tercer año de Medicina de la Universidad de Guayaquil.
A los pocos días viajó a Ambato para obtener documentos falsos y dinero para huir del país; pero denunciado por un familiar que no quería ser cómplice, fue capturado el 7 de diciembre; de inmediato, se lo condujo al Puerto Principal.
De este modo, incluso antes de que falleciera Calderón, se disponía de la pista que conduciría a esclarecer el crimen.
Los medios exigieron una investigación rápida e imparcial, dando por supuesto que las sospechas recaían sobre la dictadura. Incómodo y molesto, el ministro de Gobierno, general Bolívar Jarrín Cahueñas, en cadena de radio y televisión, amenazó: “No permitiremos que demagógicamente se falsee la verdad de los hechos, no más calumnias al Gobierno y sus instituciones”.
Méndez confesó que en octubre, un grupo del movimiento Atala, de presunta tendencia revolucionaria y castrista, y que mediante la violencia ejercía influencia en el Alma Máter porteña, realizó una excursión a las montañas de Colonche, donde su jefe, Abel Salazar, les comunicó que agredirían a Calderón Muñoz “porque estaba atacando muy duro al régimen militar”.
El 29 de noviembre, lo siguieron cuando salía de su oficina del edificio Gran Pasaje, en la avenida 9 de Octubre, en la motocicleta y el vehículo de apoyo. Sostuvo que su acompañante en la moto y autor de los disparos fue el ‘Gordo Lucho’, personaje que resultó ser un delincuente prontuariado (aunque jamás sería encontrado y no pudo ser procesado).
Reconoció haberse trasladado de Ambato a Quito, donde se comunicó con un teléfono que pertenecía al Ministerio de Gobierno. Se reunió con un oficial de Policía que le entregó 2 000 dólares y le indicó que debía salir del país. Pero al regresar a la capital tungurahuense por una cédula con nombres falsos, fue detenido.
Recuerdo haber entrevistado a Méndez en la Penitenciaría del Litoral. Era un tipo delgado, bajo, de tez trigueña y pelo negro ensortijado, con un bigotillo al estilo de Pedro Infante; de carácter risueño, no tenía la apariencia de un matón. Al preguntarle por qué lo apodaban ‘Plin’, respondió muy ufano que era por su certera puntería con armas de fuego (a confesión de parte…).
El amigo y colega Alfonso Espinosa de los Monteros fue contactado por el mayor de Policía Jaime Hermosa Eskola, conocido de infancia en su Ibarra natal, quien le confesó su participación en la trama, por un equivocado sentido del deber, y le manifestó que temía por su vida si hablaba. Alfonso lo persuadió que hacerlo en rescate de su honor profesional y su integridad moral.
De modo que Hermosa Eskola, quien fungía de coordinador del Ministerio de Gobierno, se convirtió en la pieza clave para descubrir la autoría intelectual. Confesó que por orden de Jarrín Cahueñas viajó a Guayaquil el 10 de noviembre, para entregar en la Gobernación del Guayas 40 000 sucres y directamente a Salazar otros 23 000, para cumplir con la operación de agredir físicamente a Calderón Muñoz.
Que, consumado el hecho, los primeros días de diciembre entregó a Salazar 17 000 sucres adicionales en la Plaza del Teatro, en Quito, a más de 5 000 dólares a dos agentes de seguridad del Guayas que participaron en el complot.
En su declaración indagatoria ante la Corte de Justicia Militar, en razón de su fuero, Jarrín Cahueñas reconoció que los ataques del dirigente político contra el Gobierno militar indignaron al Ejército y al Consejo de Generales, “motivo por el cual a cualquiera se le podría ocurrir abofetearle o darle en la boca”.
Al quedar encausado tuvo que renunciar. En su reemplazo fue nombrado el vicealmirante Víctor Hugo Garcés Pozo; sin embargo, en señal de que aún mantenía respaldo, fue designado Jefe de Personal del Ministerio de Defensa.
La estrategia de la acusación particular de la familia Calderón, liderada por los prominentes juristas Jorge Zavala Baquerizo, Gil Barragán Romero y Walter Guerrero Vivanco, fue trasladar el proceso al ámbito civil, a la Corte Suprema de Justicia, alegando que el delito se había efectuado en el desempeño de un cargo ajeno al ámbito castrense. Sin embargo la defensa, a cargo de Carlos Solórzano Constantine, se amparaba en decretos de la dictadura de 1976 que consideraban funciones administrativas gubernamentales como “destino militar”.
Con el advenimiento de la democracia, en septiembre de 1979, la Cámara Nacional de Representantes derogó dichos decretos, de modo que la justicia militar se inhibió de continuar conociendo la causa, derivándola a la contraparte civil.
En febrero de 1982 se expidió la sentencia de segunda instancia condenando a Jarrín Cahueñas a 12 años de prisión, como autor intelectual del asesinato, y a Hermosa Eskola a seis años, en calidad de cómplice; otros cuatro enjuiciados corrieron la suerte de los principales, conforme a su grado responsabilidad.