La decisión sobre la explotación petrolera en el Yasuní ha sido tomada. El electorado debió pronunciarse sobre un tema de tal trascendencia sin información adecuada, con un Estado que manejó las cifras con la opacidad propia de quien tiene algo que ocultar, con especialistas que centraron el debate en la contabilidad y las finanzas pública, y con el inevitable desconocimiento de los lugares y las personas cuya vida cambiará a partir de ahora.
En realidad, parte del daño está ya hecho, porque la decisión la tomó hace ya tiempo un autócrata que, en este caso sí, hizo todo lo posible para evitar un pronunciamiento plebiscitario, y presentó mañosamente lo que había resuelto desde un principio, como algo que se veía obligado a hacer porque el mundo le cerraba las puertas. En la lista de ruindades del correísmo, ésta disputa los primeros lugares.
Ahora, con la leche derramada de por medio, se ha resuelto conservar inalterado el Yasuní. Lamentablemente, la alteración ya se dio, las infraestructuras están ahí y la vida de muchos de los habitantes del sector gira alrededor del petróleo.
Eso hace que la consulta no sea un punto final, como pudo ser si el abuso correísta no se interponía. En este caso, votar no es suficiente; si en verdad se cree en aquello por lo que se ha votado, es indispensable actuar, para que lo ya hecho en el sector, y la forma en que ha incidido en la vida de las personas, no acaben produciendo precisamente lo que se quiere evitar, ya por la falta de controles, ya porque la necesidad de sobrevivir puede hacer que muchos echen mano de la tala, la minería ilegal o el tráfico de especies.
Para quienes votaron por el sí en la consulta y, sobre todo, para quienes la promovieron, el resultado del domingo genera la responsabilidad adicional de impedir que solo cambiemos de problema y nos enfrentemos a daños tal vez mayores. En caso contrario, lo que tendremos será un ejemplo más de eso a lo que se refería Bertrand Rusell: el daño que hace la gente buena.