No creo que exista otro camino posible para una sociedad que buscar la paz. Aunque fracase. Aunque falle una y otra vez en el intento. Lo otro -la guerra total- tiene más costos que ganancias. Y en el mundo actual, los costos humanos y económicos se vuelven rápidamente insostenibles. La decisión de Juan Manuel Santos de emprender un proceso de paz de largo aliento con la más antigua guerrilla del continente era lo correcto.
Por supuesto, todos entendíamos que iba a ser difícil pues la sombra de la impunidad por todos los crímenes cometidos por las diversas facciones siempre estaría presente. Pero la alternativa era también desoladora: luchar sin cuartel, con significativas bajas civiles en comunidades que ya vivieron acosadas y sistemáticamente violentadas en las zonas marginadas de Colombia, como que si no importaran. E iban a llegar muchísimas más muertes con la estrategia de guerra total desatada por Álvaro Uribe. Tanto la paz como la guerra dividieron al país, por eso el plebiscito del 2016 que supuestamente iba a sellar el acuerdo de paz no pasó. El uribismo se encargó de llenar de dudas las promesas del acuerdo y su candidato –ahora Presidente- prometió en la campaña invalidarlo por completo. El gobierno tampoco alcanzó a hacer lo necesario para dar certidumbres no a la alta cúpula de las FARC, sino a los más de 13 000 movilizados que esperaban insertarse. Ni siquiera ha podido garantizar su seguridad. Desde la firma del acuerdo, 550 líderes y 133 ex combatientes han sido asesinados. Solo 600 000 hectáreas de tierras han sido concedidas a las 99 000 familias de desmovilizados que firmaron el acuerdo, cuando fueron prometidas tres millones de hectáreas. En síntesis, la escasa efectividad en la implementación del acuerdo es ahora la perfecta excusa para que una de las facciones más fuertes de la antigua FARC –el Bloque Oriental liderado por Iván Márquez- vuelva a las armas. Digo excusa, porque nadie se hacía ilusiones de que no haya disidencias a lo largo del proceso, especialmente de aquellos lideres acostumbrados a manejar no sólo miles de hombres fuertemente armados, sino importantes cantidades de dinero proveniente de extorsiones y narcotráfico. Para esta cúpula, la concesión de tierras y la reconversión agrícola nunca iba a significar nada. Y este es el escenario actual. Pero precisamente por eso, el Gobierno de Colombia debería reafirmar su compromiso con el acuerdo de paz como una cuestión de Estado, no del gobierno pasado. Su mejor respuesta contra la violación del acuerdo de La Habana es acelerar la inclusión de la mayoría de los movilizados y amparar a sus familias. Sólo así el Estado demostrará que tiene el control y la legitimidad para limitar el daño que pueda causar esta disidencia que se calcula apenas entre 1 000 y 3 000 combatientes. Es claro que las comunidades donde ellos operaban también esperan que esa paz se respete, así como todo el continente.