Desde mi trinchera en Nairobi, rodeada de amorosas mujeres con discapacidad, de hijas, amigas y otras, veo con miedo cómo del otro lado del charco, hombres blancos se disputan el mundo, nuestro mundo.
Hace pocos días amanecimos en guerra, una guerra de machos blancos. Mientras esto sucede, aquí y en todas partes estamos nosotras en permanente defensa de nuestros territorios. Las colombianas festejan el triunfo de poder tomar decisiones sobre sus cuerpos. Las ecuatorianas en la guerra de unos plazos injustos, fijados por quienes pretenden saber lo que nosotras necesitamos. Las kenianas con discapacidad pelean por su derecho a vivir sexualidades autónomas.
Mi amiga pelea desde hace 40 años por poder ser ella misma más allá del curuchupismo quiteño. Mi hija se pregunta porqué un niño del colegio llama a ella y a sus amigas “bitches”. ¿Por ser niñas fuertes que deciden qué territorio ocupar en el recreo y qué hacer durante la pausa? Escucho a un grupo de adolescentes de otro colegio hablar sobre un profesor que constantemente daba nalgadas a sus alumnas; su único castigo fue tener que renunciar y ahora ejerce en Tailandia…
Me pregunto por las mujeres ucranianas en sus trincheras, defendiendo sus territorios, sus cuerpos, sus hogares, su historia. Las mujeres, todas las mujeres, vivimos en permanente defensa de nuestro cuerpo, que es nuestro primer territorio. Crecemos, con suerte, aprendiendo a establecer fronteras, marcar límites y teniendo que defender cada una de nuestras decisiones. Sin embargo, en estas guerras y en otras, las mujeres siempre sabemos construir trincheras amorosas…
Yaunque suene manido, mi respuesta es el amor con el que construimos nuestras historias, la apuesta por la vida y la autonomía. Para mí es el cuidado de la vida sin romanticismo, autónomo, rebelde y amoroso. Yo sigo creyendo que ante tanta muerte, es posible una apuesta por la vida.