El país poseedor de las mayores reservas petroleras del mundo, desde hace cinco días, se encuentra sumido en la obscuridad. Con una capacidad instalada de cerca de 35 mil megavatios, entre generación hidroeléctrica y termoeléctrica, casi cinco veces la cifra de Ecuador, no hay energía para atender hospitales ni para movilizar el metro de Caracas, lanzando a caminar a cientos de miles de venezolanos para llegar a sus centros de trabajo, obligando a cerrar escuelas y colegios, configurando el caos perfecto.
El gobierno usurpador de Maduro echa la culpa del desastre al imperio. Pero no tiene sentido que ningún país, por poderoso que sea, pueda de un momento a otro, en forma simultánea, atentar contra diversas centrales hidroeléctricas y térmicas situadas unas de otras a cientos de kilómetros de distancia, o provocar daños en todas las redes de transmisión para que se produzca este descalabro. Los motivos de semejante desastre es mejor buscarlos en otra dirección. Tiene más sentido orientar la búsqueda hacia la falta de previsión y mantenimiento de las instalaciones, la corrupción rampante de sus clases dirigentes que por más de una década se desatendieron del sector llevándolo a una situación calamitosa que ahora hace crisis. Los gobiernos de Chávez y Maduro han logrado lo impensable: paralizar el sector energético de uno de los países más ricos de América armando un verdadero revoltijo de magnitud.
Pero si bien este episodio no es sino una muestra más de los desatinos de un populismo frenético, lo preocupante es la cerrazón de esas mentes delirantes que, con la fe del carbonero, adhieren ciegamente a los postulados de una corriente política que sólo ha causado empobrecimiento y desazón allá donde sus tesis han sido llevadas a la práctica. Estos grupos fanatizados que se los pueden encontrar en cualquier rincón de América Latina, son impermeables a contemplar el desconcierto y atraso causado.
No sólo eso. Se niegan a ver los excesos cometidos por sus líderes y la alarmante corrupción que caracterizó a sus administraciones para enriquecerse obscenamente durante su paso por el poder. Tampoco son proclives a la autocrítica y realizan maromas verbales para disculpar a regímenes que, a título de buscar la liberalización de los pueblos, lo único que han construido son dinastías totalitarias que han sometido a sus países por décadas.
Esas son las verdaderas telarañas que ha cegado a un buen porcentaje de latinoamericanos que aún son proclives a creer en historias para atrapar a ingenuos. Lo peligroso es que con su militancia fanática se encargan de poner palos en la rueda que frenan cualquier iniciativa o reforma que busca cambiar el actual estado de cosas. Son los contestatarios que se oponen a cualquier signo de modernización y que finalmente consiguen, cada vez con mayor éxito, que cientos de miles carezcan de oportunidades que les permita mejorar sus condiciones de vida. La pobreza y la ignorancia constituyen su retroalimentación, con la posibilidad de volverse hegemónicos.
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