En Buenos Aires, los taxistas reúnen tres cualidades que son esenciales para la idiosincrasia argentina: muchos son psicoanalistas al volante, otros son cronistas de fútbol y la mayor parte practica ser comentarista de la política nacional. Además, y esta es una importante diferencia de los taxistas de otras partes del mundo y en especial de Quito, los choferes profesionales porteños conducen el diálogo con sus pasajeros con cierta autoridad, llevan la batuta y no andan con rodeos: el clima no es tema de conversación, se habla de fútbol y de política, es decir de las cosas más importantes.
En estos días de invierno los taxistas hinchas de Boca Juniors -que son la mayoría- se relamen con el descenso de River Plate a la segunda categoría. Se burlan, se ponen socarrones, se regocijan de contarle a un extranjero que uno de los dos máximos referentes del fútbol local -River- tendrá que jugar en estadios de poca monta, que tendrá que enfrentar a rivales de baja denominación y que, en resumen y al final de cuentas, sufrirá por lo menos un año de las peores humillaciones futbolísticas de la historia argentina. También hay taxistas noveleros que antes eran hinchas de River Plate y que desde hace poco tiempo se han convertido a Vélez Sarsfield, el actual campeón y equipo de moda. Todos, no hay excepción, tienen una opinión calificada y sin ambages sobre Maradona, sobre Grondona (el jerarca de la Asociación de Fútbol Profesional) o sobre el reciente fracaso en la Copa América.
Obviamente la política local es el plato de fondo. La argentina parece ser una sociedad politizada hasta el tuétano. En plena campaña electoral, la televisión y la radio están saturadas hasta la desesperación de propagandas de toda índole: desde la Presidenta de la Nación que afirma haber sacado al país de la pobreza, hasta los candidatos de la izquierda que piden cuatrocientos mil votos para poder presentarse a las elecciones, pasando por una candidata-ama de casa que alega el yoga y técnicas orientales de relajación a favor de su postulación. Cuando pasamos por la Casa Rosada (la sede de la Presidencia), el taxista que me ha tocado en turno una fría mañana me informa que el edificio está rodeado por un enrejado de seguridad para evitar manifestaciones, pero que en realidad se trata de “barrotes para que los delincuentes que están adentro no se les ocurra escapar”. Y otro, apenas me subo al automóvil amarillo con negro, antes de prender el taxímetro siquiera, me comenta que a uno de los magistrados de la Corte Suprema de Justicia –un penalista de renombre- lo acusan de tener como 15 propiedades en las que funcionan prostíbulos. El magistrado, evidentemente, lo desmiente. No hay medias tintas.