Mucho antes que Aristóteles definiera al ser humano como “animal dotado de palabra”, las teogonías habían señalado esa eminente especificidad del hombre que lo aparta del silencio del vegetal y el rugido de la bestia. Solo por la palabra articulada el hombre rompe el silencio de la noche cósmica, nombra cada cosa, llega a ser persona, personaje y máscara en ese artificioso juego suyo de invocar, imprecar y representar el mundo de lo tangible y lo intangible. La naturaleza ya no es solo fenómeno; gracias a la palabra humana es también logos. El universo, al fin, se piensa a sí mismo y el hombre, al pretender contar las estrellas, solo consigue el fracaso, la tristeza, la conciencia de su destino mortal, de su pequeñez y de su soledad. En el principio era el Verbo, dice el visionario de Patmos, y el verbo es el hombre, ese demiurgo capaz de crear cada cosa con solo nombrarla. Tal el poder del “fiat” bíblico. Quitarle al hombre la palabra, censurar su pensamiento es negarlo, despojarle de su esencia, obligarlo a desandar la historia.
Sócrates, el filósofo de las plazas de Atenas, se atrevió a criticar públicamente el sistema político que regía la ciudad. No era la democracia en sí lo que condenaba el filósofo sino la tergiversación que de ella hacían los seudodemócratas. Para Sócrates, antes que el Estado está la autonomía del individuo. Las razones de los ciudadanos están por encima de los provisorios intereses de los gobernantes. La autonomía de la ética frente a la política. Ello le llevó a la ruptura con la polis. La escena bufa hizo escarnio de su persona. Sócrates, el ateniense que había señalado las falencias de un sistema político, que había enseñado una concepción generosa y profunda de la vida, de la justicia y de la religión, aquel que hizo de la palabra y el logos guías de pensamiento y conducta fue declarado enemigo del pueblo, acusado de impiedad. Jueces sumisos a los gobernantes le condenaron a muerte. En Atenas se instauró la censura. El oráculo de Delfos reveló que no existía hombre más sabio que Sócrates. Su muerte y obediencia a la voluntad del Estado fue esa última lección de su vida con la que subrayó la concordancia y unidad entre lo que se cree y lo que se vive. Cuando una causa legítima sale derrotada (porque las armas de la razón nunca alcanzan la contundencia de la brutalidad) la villanía se alza con el triunfo en medio del aullido de los bárbaros.
Cuenta Heródoto que los persas, pueblo soberbio y engreído, creían que todo el mundo se equivocaba, menos ellos. Igual ocurre con esos autócratas que pretenden gobernar un país desde una excluyente visión del mundo. Convencidos de personificar un mesiánico destino, suponen que solo hay una verdad: la suya. Su ciega tozudez les lleva a la intolerancia, a la censura de la opinión disidente. Muchos buscan entonces acomodarse a la mentira. Cuando la impostura triunfa, la política se torna comedia de las equivocaciones.