En los concursos colegiales de oratoria se escuchaba la frase de madame Roland, camino a la guillotina: “¡Oh, libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!”. Hoy, mirando el horror de la República Bolivariana de Venezuela, se puede decir con igual indignación: ¡Oh, Libertador, cuántos crímenes se cometen en tu nombre!
Pobre don Simón, que lo mismo sirve para un roto que para un descosido pues su figura ha sido manoseada y distorsionada a lo largo de dos siglos. A la gente de derecha le gusta recordar el injusto comentario que le endilgó el mismísimo Marx, mientras por estos lares Bolívar era considerado padre del Partido Conservador. Por ello, el aristócrata Jacinto Jijón y Caamaño lanzó su victoriosa candidatura a la alcaldía, en 1945, al pie del monumento de La Alameda.
¿Qué Bolívar reclamaban para sí los conservadores? ¿Sería el hombre de mano y voluntad de hierro que desde 1826 trató inútilmente de imponer su dictadura para salvar la Gran Colombia, y que fue traicionado por Santander, el llamado Hombre de las Leyes que se convertiría en estandarte del liberalismo colombiano?
Sobre esa disputa histórica, que llegó hasta el intento de magnicidio en 1828, acabo de leer la novela histórica de Mauricio Vargas: ‘La noche que mataron a Bolívar’. Con un rigor documental más propio de la historia que de la novela, Vargas reconstruye la atmósfera política que rodeaba al atentado y pinta el coraje de Manuela Sáenz. Pero recuerda también que Bolívar intentaba hacía rato separarse de ella y ponía entre medio cientos de leguas y decenas de mujeres desde Caracas a Lima. Pero siempre volvía.
A partir de los rebeldes años 60, la izquierda latinoamericana comenzó a apropiarse del Bolívar revolucionario, combatiente antiimperialista, padre de Nuestra América en peligro. Por eso, los Inti Illimani cantaban ‘antes que todo se hunda/ vamos de nuevo, Simón’. Todo era muy romántico hasta que un coronel golpista se declaró su heredero y alineó varios a líderes venales con su chequera rebosante de petrodólares. Detrás estaba alguien más astuto y experimentado que él, Fidel, de suerte que Chávez y su canciller Maduro pusieron la seguridad de Venezuela en manos de los cubanos, quienes no están dispuestos ahora a soltar la teta del petróleo pues en ello les va la vida. Eso mientras Maduro habla delante de un gran óleo de Bolívar y otro de Chávez. Solo falta Fidel.
Y Manuela, cuyas falsas cenizas fueron trasladadas, en grotesca romería, desde Piura hasta Caracas. Si en el viaje final de 1830, que apuntaba a Europa, Bolívar había abandonado a Manuela en una Bogotá donde era ferozmente odiada, ahora Hugo y Rafael oficiaban de casamenteros post mortem y se adueñaban de la franquicia de la pareja. Ello lo confirmó hace pocas semanas una sumisa correísta cuando pronunció el nombre definitivo: Manuela Chávez.
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