La ruleta rusa
Una de las mejores cosas que tiene el fútbol es la manera en que también el azar, o algo parecido, resuelve en un instante todas las cosas. Por eso los partidos hay que vérselos y jugarlos hasta el final, hasta que el árbitro pita y cierra de un tajo el tiempo y sus peligros: porque puede ser que en el último segundo, cuando ya todo parecía estar dicho y hecho, una jugada inesperada cambie el curso de las aguas, la suerte.
Es la escena de un drama: el “cuarto hombre” levanta el reloj y anuncia el “tiempo de reposición” e inaugura así una serie de jugadas desgarradoras en las que cualquier cosa puede pasar, cualquiera. Como si todo el universo estuviera contenido allí, en el desespero de ese equipo que se defiende con el alma, o en el del que ataca a muerte para conquistar el empate que se la devuelva.
El tiempo del fútbol es relativo: la eternidad para unos, la fugacidad para otros.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza, como en el poema de Borges?
Pasa todo el tiempo también en la vida, por la que vamos caminando como sobre una cuerda floja: tentando al azar; esquivando al destino, o más bien cumpliéndolo.
Este sábado, por ejemplo, se cumplen 100 años de un hecho que marcó la historia del siglo XX: el asesinato en Sarajevo del archiduque Francisco Fernando de Austria, heredero del Imperio Austrohúngaro. Fue el 28 de junio de 1914 ese crimen que terminó siendo el detonante y el pretexto de la Primera Guerra Mundial: una guerra que por poco acaba con Europa, y cuyas cenizas aún arden y laten en muchos de los conflictos que el mundo no ha podido resolver ni acabar. Nada atiza más el fuego que el pasado. Lo extraño es que el hecho mismo del atentado contra el archiduque fue el resultado de una sucesión de azares y de coincidencias y de fatalidades que por poquísimo, habrían podido no ocurrir. Y otra habría sido sin duda la historia; no sabe uno si mejor o peor, pero sin duda otra, distinta: la que no fue, la que erró la suerte. El destino camina por la cuerda floja, el destino es la cuerda floja.
Francisco Fernando no iba a ir a Bosnia pero un argumento de su tío, el Emperador, lo convenció a última hora: si iba, su esposa, Sofía, recibiría por primera vez los honores del Imperio. No más desprecios, no más desaires. Esa fue la primera fatalidad, ir. La segunda ocurrió ya en Sarajevo, el 28, cuando una bomba estalló al paso de la procesión: solo quedó herido el coronel Merizzi, hombre de confianza del archiduque, quien siguió con la marcha.
Fue a dar un discurso y luego volvió a visitar a su edecán. Sin oír a quienes le rogaban que no lo hiciera. Entonces su carro se extravió, hasta quedar justo al frente de la cafetería en que estaba Gavrilo Princip, el asesino que disparó esos dos balazos que aún retumban.
El destino juega a la ruleta rusa. El destino es el tambor del revólver y es la bala que está en él a punto de salir o no.
El Tiempo, Colombia, GDA