No sé si usted, lector, conoce la fábula de la rana que se hinchaba para intentar parecerse a un buey. La encontré en ‘El Quijote’, y muchos años más tarde, en forma casual, en Babrio, olvidado poeta griego considerado imitador de Esopo. El texto es muy corto y sencillo: “Un buey, al ir a beber, pisó una cría de sapo. Al llegar la madre -que no estaba presente- preguntó a sus hermanos que dónde estaba el pequeño. -Ha muerto, madre. Hace menos de una hora llegó un cuadrúpedo enorme y allí yace bajo su pezuña, despanzurrado. Y la madre sapo, hinchándose, preguntó si el animal era así de tamaño. -Para, no te infles, le dijeron. Antes reventarás por la mitad que acercarte a su dimensión”.
Cervantes, en su singular novela, usó esta fábula para hablar del conocimiento de sí mismo que debe buscar el ser humano. Estando Sancho preparándose para ir a gobernar la ínsula Barataria, don Quijote, preocupado por la previsible suerte de su escudero, lo llevó a su aposento y, “con reposada voz”, le aconsejó sobre la compleja tarea que debía emprender. “No atribuyas a tus merecimientos la merced recibida… Los oficios y grandes cargos no son otra cosa sino un golfo profundo de confusiones… Has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey”.
Nuestra política, huérfana de contenido y sustancia, raquítica de ideas renovadoras, perdida en una vacía e interminable confrontación y estancada en un debate rutinario, abunda en mediocridades satisfechas que carecen de la virtud que lleva a intentar el difícil conocimiento personal. No sienten la urgencia de una vida humanamente superior y, regodeándose en una cotidianidad insulsa y monótona, pasean orondas y pomposas su complacencia infinita y su vulgaridad de oropel. No son conscientes de sus límites y se convencen, sin fundamentos sólidos, de su capacidad para acometer las más complejas tareas. El fracaso, siempre atribuible a los demás, no les pertenece.
¿Por qué he recordado otra vez esta fábula? He leído las ofensas que el huésped de Carondelet ha lanzado contra una asambleísta. Nos ha vuelto a demostrar que es un insultador grotesco y procaz, que carece de la elevación intelectual y ética necesaria para dignificar la función que ejerce. Queriendo ser ingenioso o mordaz, cae en la vulgaridad. Enredado en su verborrea incontenible, está convencido de que posee una intangibilidad inexistente. No ha llegado a comprender que tarde o temprano tendrá que rendir cuentas por sus excesos y sus atropellos. ¿Por qué no recordar entonces, con toda su sabiduría ancestral, la clásica fábula de Babrio? ¿Por qué no volver a pensar que la rana que se infla demasiado puede al fin explotar?