Cuán distantes quedan los recuerdos de eventos vespertinos y nocturnos a los que concurríamos con familiares o amigos, para recrearnos y romper la rutina estudiantil o laboral. Frecuentaban las tertulias con los vecinos, las celebraciones de fiestas y bailes. Se respiraba paz, alegría sana, solidaridad y respeto al ser humano: niño, adolescente, adulto o viejo.
El peligro se ha enseñoreado: las calles, los cines, los recintos deportivos, los bancos, los cajeros automáticos y los taxis se han convertido en sitios de riesgos mortales. Los secuestros, los asaltos y los crímenes constituyen noticias de cada día. La solidaridad y la lealtad han desaparecido, se contempla con indiferencia torturas y asesinatos. Se incumplen ofrecimientos, la mentira disimulada ha sido superada por el descaro y la sinvergüencería con que se nos inunda, inclusive desde la legislatura, fallida cultora de esa democracia que palidece y se debilita ante la gestión obstruccionista del grupo empeñado en justificar delitos colosales, o de las hordas salvajes que pretenden avasallar las libertades que, felizmente, todavía respiramos.
Nuestros descendientes y el país necesitan imperiosamente un cambio radical de todos: gobernantes y gobernados, civiles y militares, obreros y campesinos, estudiantes y trabajadores, para que honremos la historia, limpiemos la justicia de jueces y fiscales corrompidos; eliminemos de la policía nacional y de nuestras fuerzas armadas su contaminación con delitos y narcotráfico, atestigüemos un accionar más decidido y mejor asesorado del gobierno central, desechemos a los políticos corruptos que luchan por llenar sus bolsillos y vaciar las arcas nacionales. Escojamos gobernantes honestos y despreciemos a los delincuentes; sanemos a esta sociedad enferma dotándola de una paz fundamentada en el respeto, la solidaridad, la decencia y la responsabilidad, como los elementos estructurales que substituyan al odio y a la deshonestidad con los que los tiranuelos pretenden sojuzgar a la colectividad.