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El problema es de todos

No todo lo que nos rodea es maravilloso, a pesar de la insistente y machacona propaganda del régimen. Los políticos son expertos en decirnos lo que queremos oír, pero ¿serán capaces de responder a nuestras necesidades?

Hay cosas realmente feas que, a la postre, nos hacen infelices y oscurecen el panorama de la condición humana y de nuestra convivencia social y política. Y una de esas cosas es la corrupción.

Dicen que el voto de castigo que ha sufrido el Gobierno español en las últimas elecciones municipales y autonómicas se debe, en grandísima parte, a la indignación de un pueblo que, mientras tiene que apretarse el cinturón, ve como la llamada clase dirigente cobra coimas y sobresueldos, blanquea dinero y comete peculado… Todo ello se traduce en un estilo de vida sobredimensionado (son los nuevos ricos de un sistema que maneja el lenguaje con pulcritud, pero que viven lejos, muy lejos, del común de los mortales), un auténtico insulto para quienes tienen que sobrevivir con salarios y pensiones vergonzantes.

La corrupción es una deformación del sistema democrático. Yo diría que la más graves de todas, porque, al tiempo que traiciona los principios de la moral, deja en evidencia la descomposición de la sociedad. Así, mientras la codicia alimenta la corrupción de los poderosos de turno, los pobres siguen con la mano extendida, pendientes de las migajas que caen del mantel.

El problema de la corrupción (problema para unos, solución para otros) no es solo competencia del Consejo de Participación Ciudadana. Si así fuera, solo habríamos burocratizado el tema. El problema es de todos. Por eso, cuanta más concentración de poder haya, menor sea la participación ciudadana y brille por su ausencia la fiscalización,… la corrupción crecerá sin freno. Ser corrupto es el mejor de los negocios, aunque haya que buscar la utilidad a costa de la honradez.

Cuando la corrupción salpica a la clase dirigente, al gobierno, a los funcionarios públicos, la cosa se vuelve más perversa. Porque son ellos, quienes detentan el poder, los que tienen que dar ejemplo y evitar a toda costa la impunidad. Lo primero (el ejemplo) es algo que afecta a su vida privada: todos somos testigos del alto nivel de vida que muchos funcionarios han alcanzado, imposible de sostener con un sueldo (ironías de la vida) que apenas alcanza para un mote con chicharrón… Lo segundo (la impunidad) es clave para el afrontamiento del tema, imposible de solucionar mientras los corruptos piensen que todo es posible y que nada es punible.

No es un problema pequeño, pues compromete el correcto funcionamiento del Estado e introduce una enorme desconfianza en las instituciones públicas. De ahí al menosprecio de la política y sus representantes solo hay un paso. Y es que los corruptos no solo roban la plata. Roban la conciencia de los débiles y llenan de amargura el corazón de los fuertes.

jparrilla@elcomercio.org