Un aspecto destacado de la cultura moderna es que abrió las actividades intelectuales a espacios más amplios de los que tenía en el pasado, cuando estuvo restringida a un estrato rigurosamente definido, como el clero, por ejemplo. En América Latina, los primeros intelectuales modernos fueron producto de la ampliación de la oferta educativa de los Estados nacionales, a fines del siglo XIX.
Se emplearon como periodistas, diplomáticos o docentes, y su formación provino de los debates que mantenían en los cafés, las redacciones de los diarios, los ateneos, las revistas y las comunidades intelectuales, mediante las cuales se ligaron unos con otros y crearon redes de pensamiento tanto al interior de sus países como a nivel internacional; en aquellos años en que las universidades tenían poca actividad y la renovación provenía de los espacios literarios.
La corriente más destacada de esos años fue el arielismo, un tipo de pensamiento idealista que enfatizaba la identidad latina respecto a la anglosajona, así como desafiaba la visión cientificista y utilitaria de la civilización moderna; aunque no fue la única sino que disputó espacio con otras visiones del mundo, como la hispanista, la católica y la indigenista.
Pero más allá de sus diferencias, esos intelectuales tuvieron en común su convicción de que debían participar en el debate público, dado que concebían a la política como una misión redentora de la nación y se veían a sí mismos la conciencia y la voz del pueblo. Su vigencia llegó hasta la década de los cincuenta, cuando el triunfo de la Revolución cubana llevó a la emergencia de otro tipo de pensadores, comprometidos no ya con la nación sino con el cambio social.
Y si bien en la actualidad muchos de esos primeros intelectuales son parte del panteón de héroes nacionales, poco tienen que ver con los del presente, marcados por la mundialización y el impacto de los movimientos sociales, políticos y culturales de las últimas décadas.