“Todo diputado representa a la nación entera”, sostenía Emmanuel-Joseph Sieyès, (1748-1836). Esta doctrina se sustenta en la idea de que quién ostenta la representación a una asamblea nacional está obligado a desprenderse de lealtades privadas con el fin de obrar con libertad en aras del interés público. Esta sola voluntad justificaría la permanencia y el prestigio de una asamblea en la que parlamentarios sabios y prudentes aportan con sus luces en la discusión de leyes justas y necesarias. Para ello, el pueblo deberá elegir a ciudadanos idóneos y capaces quienes asumirían las tareas más nobles y delicadas del arte de gobernar: dictar leyes, someter a juicio al poder central. Este ideal ético rara vez se cumple en repúblicas como la nuestra en la que los ciudadanos debemos sobrellevar una democracia de simple cartel y formas vacías.
La acotación es pertinente al comprobar que los partidos políticos son entes fantasmales que únicamente cobran vida en épocas de elecciones. Convertidos en casinos electoreros resucitan de su letargo cada cierto tiempo. Olvidados de sus obligaciones esenciales: la permanente reflexión sobre los problemas del país y el aporte de soluciones posibles, los partidos no han sido capaces de formar sus propios cuadros ideológicos, correligionarios honestos y con experiencia en el manejo de las cosas del Estado. Ello explica que, a la hora de elaborar las listas de candidatos a la Asamblea Nacional, recurran a personas impreparadas para afrontar la tarea legislativa.
Esta viciosa práctica lamentablemente se repite: al parlamento llegan individuos que apenas cumplen los requisitos mínimos que la ley exige (nacionalidad, edad, etc.), gente sin experiencia ni formación académica. Algunos son “famosos”. A su haber tienen eso: un rostro. Una cara exhibida en demasía en la pantalla televisiva, la ruidosa fama que confiere la farándula mediática, circense o deportiva. Informan o divierten. Y es gracias a la fama, “esa perversión barata del prestigio”, que estos espontáneos se alzan con los votos de una masa adormilada y emotiva. Para el grupo que los promociona nada de eso importa; solo cuenta su obediencia a los dictados del partido, su incondicionalidad. Con esta viciosa práctica tendremos más de lo mismo: un congreso de obsecuentes seguidores de consignas, los “alza manos”, algo más cercano a un rebaño que a un parlamento, ese ámbito en el que prima el debate, la confrontación doctrinaria, la elocución clara y convincente. Aquí está la perversión de la política, aquello que aleja la participación de los mejores ciudadanos.
Lejos del ideal proclamado por Sieyès, nuestra democracia tropezará siempre, pues los procesos de representación no son idóneos. Si no se elige a representantes adecuados fallará la democracia. Las elecciones periódicas se convierten en prácticas viciosas que tergiversan el saludable fin para el que fueron concebidas.