Para la tradición cristiana, “pecado” es el quebrantamiento de la ley divina. Esta aproximación, en la filosofía, tiene connotaciones que pretendemos desarrollarlas adelante. En orden a ello, debemos partir de la eticidad cierta de que aquello referido por la religión como pecado, es en el campo ya no místico pero pragmático una “irresponsabilidad por las acciones”, que va atada a la concepción intelectualista o racional de la “libertad” del ser humano, y al “error” en que incurre en sus actos.
Traigamos a colación a R. Descartes y sus Meditaciones. Sostiene el pensador racionalista que siendo la voluntad más amplia que el intelecto, el hombre no proyecta ésta – la voluntad – dentro de los mismos límites pero la extiende a las cosas que no entiende. Por ende, dice, al ser indiferente a las cosas, “con facilidad se desvía de lo verdadero y de lo bueno, y así me equivoco y peco”. En tal contexto, el pecado es una impotencia sicológica a título de yerro, que en la teoría concordante de B. Spinoza es la debilidad humana para dominar las pasiones… o la ignorancia que obnubila la razón.
Al margen de su conceptuación idealista, la trama se torna en el ámbito religioso tanto más compleja, al reconocer que a diferencia de la “tradición” protestante para la cual la revelación es exclusivamente bíblica, para el catolicismo ésta se complementa con el papel de la Iglesia. Se conforma una adecuación artificiosa que fue origen del cisma protestante (M. Lutero, siglo XVI). Recordemos a las Indulgencias, a San Gregorio Magno y los siete pecados capitales, y al Catecismo de la Iglesia Católica. Para la Iglesia Católica Romana, el pecado es un abuso de la voluntad cuanto no un anacronismo del intelecto.
Ya en el plano filosófico, I. Kant por ejemplo, a través del “método fenomenológico-trascendental”, relaciona el pecado con la maldad humana… la “opción por las inclinaciones en detrimento del deber atribuible a todo ser humano”. En función de ello, al menos para esta tendencia filosófica, el pecado es un mal actuar moral, que a su vez es anterior a los actos concretos. Por lo tanto, la contrapartida del pecado es el razonamiento moral y ético, que nos permite desempeñarnos en términos de evitar el mal.
En tales circunstancias, podemos bien concluir en que el pecado racionalmente es una obra del hombre, que no nos viene impuesta por creencias religiosas cuanto por la imperfección ontológica del individuo.
Para la filosofía kantiana, se da en el ser humano una inexplicable propensión al mal, que tiene tres dimensiones. Éstas son la debilidad, la impureza y el condicionamiento del deber a las inclinaciones, en las cuales tiene preponderancia el obscurantismo: pudiendo optar por el bien, elegimos el mal. De allí que el pecado capital en su proyección sociológica es la indolencia frente a las injusticias para con otros seres humanos.