Toda fecha marca un tajo arbitrario en el ‘continuum’ del tiempo. Sin embargo, el calendario y los números redondos de los aniversarios nos sirven para poner un poco de orden y sentido en el flujo incesante de los acontecimientos. Sin hitos ni fechas simbólicas, la historia no tendría dónde afianzarse. Puesto de otro modo, la memoria –colectiva e individual– no tendría de qué agarrarse en medio de la vorágine. Ni podría hacer comparaciones.
¿Qué pasaba hace medio siglo? o ¿cómo veía a este país la generación anterior? Son preguntas clásicas que se plantea un cronista (palabra derivada de Cronos, dios del tiempo). Pues bien: hace 50 años exactos, el 11 de julio de 1963, una junta militar derrocó al gobierno de Carlos Julio Arosemena, de tintes izquierdistas y alcohólicos. El Gran Hermano alentaba la instalación, al sur del Río Grande, de dictaduras militares opuestas a la influencia de la Revolución cubana. Sí, era como detener el río con un dedo pues muchas cosas estaban pasando. En enero los Beatles habían lanzado ‘Please, please me’ rompiendo todos los récords e instalando la música como el nuevo lenguaje de la juventud. En junio murió Juan XXIII, pero el concilio que había convocado iba a transformar a una generación de curas. Y en julio apareció ‘Rayuela’, de Julio Cortázar, que literalmente hizo estallar con un ¡boom! los moldes de la novela tradicional.
Bastan unos pocos hitos para perfilar, más que un año, una época. Y el mismo enfoque se aplica a la vida de cada uno. Hablando de cronistas, si aceptamos que cada generación abarca un período de 30 años, ha pasado entonces una desde que empecé a publicar mis crónicas de viaje en la revista Diners. Corría el año de 1983. Luego de los estragos de El Niño, el gobierno de Hurtado sucretizaba la deuda y Febres Cordero lanzaba su campaña presidencial. En un cuartito de la Mañosca yo había terminado de escribir ‘El hermano menor de Marlon Brando’ y dejaba de fumar para siempre.
Para calmar la ansiedad me l ancé a viajar. Hijo de mi tiempo, reinventaba la corriente del nuevo periodismo que llegaba al Ecuador con el acostumbrado retraso, pues la Escuela de Periodismo de la Central era el refugio de unos maestros que no escribían una línea mientras afuera el país permanecía ignorado. Recorrer Loja, el Oriente, el norte de Esmeraldas, el páramo, en cualquier medio de transporte, pasando carros y carretas, y volver a contarlo en primera persona, en tiempo presente y estilo coloquial, generó un entusiasmo en los lectores cuyo primer sorprendido fui yo pues hasta me pedían que les llevara conmigo, ellos y ellas.
Leídas hoy, esas crónicas muestran un Ecuador más humano y diverso, no avasallado aún por la publicidad, el dólar, la cultura del ‘mall’ y una arquitectura espantosa. ¿Era ese el costo inevitable del progreso?