Estuve unos días en La Paz, Bolivia, y conocí algo que me llevó a la reflexión. En algunas esquinas del centro de la ciudad, donde están pintados pasos cebra, dirigen el tránsito funcionarios municipales disfrazados de pies a cabeza de cebras. Es un imaginativo intento por captivar la atención de la gente y estimular aprendizaje, entre peatones y conductores, de la importancia de los pasos cebra y del respeto al peatón. En determinado momento, el intento fue aún más audaz: además de los disfrazados de cebras, había otros personajes disfrazados de burros, que cuando un vehículo invadía la zona cebra se lanzaban sobre el capó y gritaban lamentos e imprecaciones que tildaban de burro al transgresor.
Luego de explicarme todo este folclórico sistema, el taxista que lo describía exclamó: “Pero, ¡pregúnteme si la gente ha aprendido a respetar al peatón!” Hice la pregunta, y la respuesta me dejó sorprendido: “No, Señor”, dijo, “no les gusta que les enseñen. A los disfrazados de burros los atropellaban”.
¿Qué haría efectivo este ingenioso intento por inducir reflexión y aprendizaje? La respuesta más clara es que lo haría efectivo la voluntad de conductores y peatones de re-examinar sus propios comportamientos y, si el juicio sensato les llevara a la conclusión de que estos deben cambiar, la capacidad para cambiarlos.
La evidencia del taxista nos dice que esas condiciones no están presentes, lo cual es explicable en términos de una importante distinción, planteada en 1950 por el sociólogo norteamericano David Riesman, entre personas dirigidas desde afuera, es decir, por otras personas que ejercen autoridad sobre ellas, y personas que más bien son auto-dirigidas, moralmente autónomas, en plena voluntad y capacidad de tomar sus propias decisiones.
El experimento de las cebras y los burros nos muestra que en La Paz, como también pienso que en Quito, Caracas, Managua y tantas, tantas otras ciudades del mundo, pocas personas son formadas para asumir maduramente las responsabilidades esenciales del convivir social, las cuales, si fueran generalmente asumidas, harían innecesarios a los folclóricos funcionarios disfrazados de cebras y de burros, e improbables las reacciones hostiles de las cuales son objeto.
De lo que se trata todo esto, al fin y al cabo, es de la formación y educación de nuestros jóvenes. Puede ser rígida, memorística y autoritaria, como lo ha sido durante siglos, destinada a formar gente dependiente que necesita ser gobernada desde afuera, y que lleva a la frustración no solo de las cebras y de los burros, sino de todos. O puede ser una formación y educación liberal, que forma gente pensante y capaz de auto-gobernarse, y nos alivia de creer que debemos ser controlados por cebras y burros para poder vivir como personas civilizadas.