Un millón y medio de personas se manifestaron en París y más de dos millones en otras ciudades francesas para condenar el ataque terrorista a la revista satírica Charlie Hebdo, que dejó 12 muertos, y cinco más por el secuestro en un supermercado judío y el asesinato a un policía. Nadie ha dejado de condenar la barbarie criminal yihadista. Ni siquiera personajes públicos conocidos por su intolerancia ante la prensa crítica y el humor. Pero tampoco han faltado voces para señalar que las burlas irreverentes de los caricaturistas desencadenaron la tragedia. ¿No debieron abstenerse de herir los sentimientos religiosos de los fundamentalistas? Sin embargo, plantear así el problema solo lleva a optar por la tiranía del silencio, para utilizar el título de un libro de Flemming Rose, jefe de Internacional del diario danés Jaylands- Posten.
Me parece que hay dos aspectos básicos para considerar. 1. El de la libertad de expresión y 2. El de las formas de resolver las diferencias. Ambos topan valores esenciales.
En cuanto al primero, Rose recuerda, en reciente artículo en El País, la pregunta que planteaba en 2007 el redactor jefe de Charlie Hebdo cuando se seguía juicio al diario danés y a la revista francesa por las polémicas viñetas sobre Mahoma: “¿Qué civilización seríamos si no nos pudiésemos burlar, mofar y reír de los que vuelan trenes y aviones y asesinan en masa a inocentes?”. Esa pregunta tiene la mayor fuerza para la tradición crítica francesa que, sobre todo con el pensamiento de la Ilustración, desencadenó el proceso de secularización. Como dice Rose, “la sátira es una de las respuestas de una sociedad abierta ante la violencia, las amenazas y la barbarie”.
En cuanto al segundo aspecto, una persona tiene todo derecho a estar en desacuerdo con una caricatura, pero resulta absurdo e inhumano asumir que esa diferencia se resuelve con el asesinato de los caricaturistas, la amenaza terrorista, o las presiones para el silenciamiento que ejercen los poderes autoritarios. En este caso, tiene todas validez el pensamiento de Voltaire: “Estoy en desacuerdo con tus ideas, pero defiendo tu sagrado derecho a expresarlas”.
Romper diarios, favorecer su desaparición, obligar a rectificar a caricaturistas, expedir leyes punitivas para limitar el pensamiento crítico son el huevo de la serpiente de los fundamentalismos. En los casos extremos, que llevan a responder al dibujo con el ataque terrorista, nadie duda en condenar esa violencia; pero las otras expresiones del mismo mal son muchas veces contempladas con vergonzante indiferencia.
La verdadera ofensa contra el Islam no es de las caricaturas, sino de los fanáticos que se han arrogado la representación del Profeta para matar. Es peligroso que la ceguera criminal genere prejuicios generalizadores. El mundo actual nos lleva a una obligada experiencia de multiculturalismo, dentro de la cual es esencial preservar las libertades. La actitud contraria representaría un triunfo para los fanáticos.
Diego Araujo Sánchez / Columnista invitado